Recuento histórico de los intentos de unión latinoamericana

Historical Account of Attempts at Latin American Union

Resumen:

El presente trabajo se conduce por los procesos integradores que ha vivido América Latina, comenzando su análisis en 1790 con los planteamientos de Francisco de Miranda, seguido de la carta de Jamaica de Simón Bolivar, llega al análisis de los diferentes intentos y propuestas que han sido diseñados para la unión regional latinoamericana , la cual señala  ha sido objeto de controversias y modificaciones durante mucho tiempo y que, tras diversas y sucesivas denominaciones en el transcurrir de los siglos, ha terminado por conocerse popularmente como América Latina. El principal objetivo es mostrar lo que significaron estos procesos y lo que significan hoy para el escenario actual de la integración latinoamericana, donde  siguen siendo hoy, como ayer, todavía una hermosa quimera.

Palabras clave: Historia Latinoamericana, Integración Regional. 

Abstrac:

This paper is related to the different integrationist’s processes in Latin American, beginning in 1790 for Francisco Miranda’s proposals followed of the known “Letter of Jamaica”, this work analyzed the different attempts and that have been designed for the union in only one political and economic system of the states located in the south and center of this continent, whose definite name also have been object of controversies and modifications for a long time. After various and successive nominations in the pass of centuries has ended up knowing oneself like Latin America. The main objective is to show what these processes meant specifically today at the present-day of the Latin American integration scene where they continue to be today like yesterday a beautiful wild fancy.

Keywords: Latin American integration, Latin America history.

El venezolano Francisco de Miranda fue el primero que concibió un proyecto de integración continental. Desde 1790 Miranda soñaba con una Hispanoamérica emancipada y unida, para cuyo objetivo redactó un Plan para la forma, organización y establecimiento de un gobierno libre e independiente en la América meridional. Este proyecto de Miranda reapareció en 1797 con el Acta de París, documento que preveía la formación de un “cuerpo representativo continental”. En 1801 en su Bosquejo de gobierno provisorio (1801), propuso también la creación de una asamblea hemisférica que “se denominará Dieta Imperial, y será la única responsable para legislar para toda la federación americana.” (Soler, 1980, p.44). Como parte de estos planes de unidad hispanoamericana, Miranda adoptó una nueva denominación para las colonias españolas: Colombia.

La idea mirandina nació asociada a la crisis final del colonialismo a fines del siglo XVIII. La aspiración de unir a las antiguas posesiones de las metrópolis europeas se desarrollaría desde entonces bajo el signo de las intervenciones y agresiones de las grandes potencias capitalistas y luego como parte del proceso por alcanzar su plena liberación, ya en la época de hegemonía de los Estados Unidos. Surgida de un mismo pasado de explotación colonial y favorecida por la íntima vinculación de los pueblos al sur del rio Bravo -cimentada, entre otros factores, en múltiples nexos socio-culturales, así como por la vecindad geográfica- y en una atribulada historia común, la identidad latinoamericana se fue forjando a lo largo de varios siglos de lucha contra la opresión extranjera.

Diferentes intentos y propuestas han sido diseñados para la unión en un solo sistema político y económico de los estados ubicados en el centro y sur de este continente, cuyo nombre definitivo también ha sido objeto de controversias y modificaciones durante mucho tiempo y que, tras diversas y sucesivas denominaciones en el transcurrir de los siglos, ha terminado por conocerse como América Latina.

La búsqueda de la integración de las antiguas colonias, paralelo a la lucha por la emancipación, se manifestó después de un extremo al otro del hemisferio en los años de las guerras de independencia. La conciencia de una identidad común y de la necesaria unión de las colonias que luchaban por su liberación estuvo muy extendida entre los rebeldes levantados en armas contra la metrópoli. Con sentida añoranza el guayaquileño Vicente Rocafuerte declararía tras la conclusión de la gesta emancipadora: “(...) en aquella feliz época todos los americanos nos tratábamos con la mayor fraternidad; todos éramos amigos, paisanos y aliados en la causa común de la independencia; no existían esas diferencias de peruano, chileno, boliviano, ecuatoriano, granadino, etc., que tanto han contribuido a debilitar la fuerza de nuestras mutuas simpatías.” (Rocafuerte, 1947, p.29)

Sin duda en los años de la lucha independentista (1808-1826), la conciencia de una identidad común, y de la necesaria unión de todos los patriotas, estaba muy generalizada. En Hispanoamérica, muchos criollos dejaban de sentirse “españoles americanos” o “españoles de ultramar” y consideraban necesario cortar de raíz el vínculo colonial. Sobre estas bases, se fueron dibujando los contornos de una gran patria criolla, de una emergente conciencia americana, distinta a la europea, como comunidad imaginada que se iba delineando desde el punto de vista ideológico y que el filósofo panameño Ricaurte Soler denominó “la idea nacional hispanoamericana”. (Soler, 1981, p.73 y ss.)

La primera junta de gobierno de las colonias hispanas, creada en Caracas el 19 de abril de 1810, a sólo una semana de su formación, dirigió una exhortación a los cabildos para “contribuir a la grande obra de la confederación americano española” (Yepes, 1955, p.29). Al mes siguiente, el propio gobierno de Venezuela, por intermedio del sacerdote chileno José Cortés de Madariaga, firmó un acuerdo de asistencia mutua con el gobierno de Bogotá que convidaba “en calidad de estados a la Confederación General, con igualdad de derechos y de representación, a cualesquiera otros que se formen en el resto de América.” (Soler, 1981, p.89)

En Chile, Juan Martínez de Rozas, uno de los líderes del movimiento juntista de 1810, se pronunciaba casi paralelamente por la “unión de América” y la convocatoria de un “Congreso para establecer la defensa general” (Mitre, 1950). Por su parte, el secretario de la junta de mayo de Buenos Aires, Mariano Moreno, era también partidario de la creación de una especie de sistema federativo en la América española. En su opinión: “Reparad en la gran importancia de la unión estrechísima de todas las provincias de este continente: unidas impondrán respeto al más pujante; divididas pueden ser la presa de la ambición.” (Santana, 1999, p.80)

La primera constitución del Reino de Quito, promulgada en 1812, dejaba “a la disposición y acuerdo del congreso general todo lo que tiene trascendencia al interés público de toda la América, o de los estados de ella que quieran confederarse” (Soler, 1980). A su vez, el sacerdote mexicano Servando Teresa de Mier proponía en ese mismo año: “Un congreso, pues, junto al istmo de Panamá, árbitro único de la paz y la guerra en todo el continente colombiano, no sólo contendría la ambición del Principino del Brasil, y las pretensiones que pudiesen formar los Estados Unidos, sino a la Europa toda.” (Soler, 1980, p.45)

También Bernardo O’Higgins había abogado en su manifiesto del 6 de mayo de 1818, en calidad de director supremo de Chile, por “instituir una Gran Federación de Pueblos de América” (Witker, 1978). Esta aspiración era compartida por el hondureño José Cecilio del Valle en su artículo “Soñaba el Abad de San Pedro; y yo también se soñar”, del 23 de febrero de 1822. El redactor de la declaración de independencia centroamericana, preveía un congreso general en Costa Rica o León (Nicaragua) que echara las bases de “la federación grande que debe unir a todos los estados de América”. Para evitar cualquier confusión, del Valle aclaraba que: “Hablo de lo que se llama la América Española”. Como ya había escrito con anterioridad: “Es una la voz desde el cabo de Hornos hasta Texas.” (Camacho, 1992, p.160)

Siguiendo su ideario, la asamblea constituyente de las Provincias Unidas de Centro América acordó, el 6 de noviembre de 1823, que se convocara a los cuerpos deliberantes de América a una confederación general, fijando los puntos que debían someterse a la consideración de los gobiernos independientes establecidos en las antiguas colonias de España (Cardoza, 1955). Otra destacada personalidad de la generación de la independencia que abogó por la formación de una alianza de los nuevos estados del centro y el sur del continente fue el brasileño José Bonifacio Andrade e Silva. El artífice de la emancipación del Brasil consideraba “necesaria para que todos y cada uno de ellos pueda conservar intactas su libertad e independencia profundamente amenazadas por las irritantes pretensiones de Europa.” (Velázquez, 1982, p.57)

El 21 de diciembre de 1816, el director supremo de Buenos Aires, Juan Martín de Pueyrredón, en instrucciones reservadas a José de San Martín relativas a la campaña para la liberación del territorio chileno, le había solicitado “que Chile envíe su diputado al Congreso General de las Provincias Unidas, a fin de que se constituya una forma de gobierno general, que de toda la América unida en identidad de causas, intereses y objeto, constituya una sola nación” (Soler, 1980, p.79). Fue esa misma asamblea, reunida en Tucumán para declarar de manera formal la independencia, impregnada del espíritu unionista, la que proclamó la creación de las Provincias Unidas en Sudamérica.

El propio San Martín, en su condición de Protector de la Libertad del Perú, se manifestó partidario de la alianza de los territorios liberados. En la entrevista de Guayaquil, a fines de julio de 1822, coincidió con Simón Bolívar en crear una unión mayor de las antiguas colonias españolas. Esa postura de San Martín se desprende de la reseña de este histórico encuentro dejada a la posteridad por el Libertador: “El Protector aplaudió altamente la Federación de los Estados Americanos como la base esencial de nuestra existencia política”. (Lecuna, 1948, p.111)

Sin duda fue Bolívar quien más lejos avanzó en los planes integracionistas de lo que llamó la América Meridional, para diferenciarla de la del Norte. En su conocida Carta de Jamaica de 1815, Bolívar (1982) expresó su aspiración de preservar la unidad de Hispanoamérica o América Meridional e incluso insinuó la posibilidad de reunir en el futuro un congreso continental en Panamá: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un sólo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el Corinto fue para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo.” (Bolívar, 1982, pp. 169-172)

En otras misivas, entre ellas las cartas enviadas a Pueyrredón, O’Higgins y San Martín como jefes de los gobiernos del Río de la Plata, Chile y Perú respectivamente, el propio Bolívar (1982) propuso en concreto la asociación de cinco estados de la América Hispana como hermanos “que mutuamente se sostienen, protegen y defienden” (p. 533). Y a O´Higgins le añadió, el 8 de enero de 1822, pese a todas las victorias obtenidas contra España, “nos falta poner el fundamento del pacto social, que debe formar de este mundo una nación de Repúblicas”. (p.619)

Como parte de este proceso integrador, del que formó parte la fundación de Colombia en 1819, el Libertador intentó organizar la unión o federación de los Andes, concebida para agrupar todas las colonias españolas liberadas por sus tropas (Bolívar, 1982, p.463). Como escribiera Bolívar al general Antonio Gutiérrez de la Fuente, el 12 de mayo de 1826, la integración de estas regiones era imprescindible para no ver “perderse la obra de nuestros sacrificios y de nuestra gloria”. La base de esta imaginada federación andina, sería la constitución elaborada por el propio Libertador para Bolivia, a la que consideraba “el arca que nos ha de salvar del naufragio”, pues “Después de haber pensado infinito, hemos convenido entre las personas de mejor juicio y yo, que el único remedio que podemos aplicar a tan tremendo mal es una federación general entre Bolivia, el Perú y Colombia, más estrecha que la de los Estados Unidos, mandada por un Presidente y vicepresidente y regida por la constitución boliviana, que podrá servir para los estados en particular y para la federación en general, haciéndose aquellas variaciones del caso. La intención de este pacto es la más perfecta unidad posible bajo de una forma federal. La capital será un punto céntrico. Colombia deberá dividirse en tres estados, Cundinamarca, Venezuela y Quito; la federación llevará el nombre que se quiera; habrá una bandera, un ejército y una sola nación.” (pp. 366-367)

Hay que advertir que Bolívar (1982) diferenciaba el régimen federal que proponía, que estaba dirigido exclusivamente a la unión de los grandes territorios, virreinatos y capitanías, de su aplicación a las pequeñas provincias. De ahí su persistente preocupación por diferenciar el término federalismo nacional, que implicaba la subdivisión, del de unión o confederación de naciones, que en su concepto significaba la cooperación orgánica entre ellas y la integración. Al general Antonio Gutiérrez de la Fuente, el Libertador le aclaró el punto el 11 de abril de1827: “Muchos han confundido la idea de federación de estados con la provincias” (p. 606) tal como le expusiera con anterioridad en otra misiva al mariscal Antonio José de Sucre, el 18 de agosto de 1826: “Después de escrita esta carta hemos pensado que no debemos usar la palabra federación sino unión (...) Digo unión por que después pedirán las formas federales como ha sucedido en Guayaquil, donde apenas se oyó federación y ya se pensó en la antigua republiquita”. (p. 646)

El congreso de Panamá fue la máxima expresión de los esfuerzos de Bolívar para la integración continental, sobre la base de una íntima asociación o alianza perpetua de las repúblicas independientes de Hispanoamérica. El modelo bolivariano consistía en crear una confederación de estados con órganos de poder propios –incluía la fuerza militar- y una ciudadanía común, junto a un régimen de comercio preferencial para los países miembros, que actuara como antídoto contra la fragmentación, la debilidad de los nuevas naciones, los peligros de anarquía y conflictos intestinos y las amenazas externas de conquista o recolonización.

Dos días antes de la batalla de Ayacucho, el 7 de diciembre de 1824, Bolívar envió, desde la recién liberada capital de Perú, las invitaciones oficiales al Congreso Anfictiónico de Panamá a los gobiernos de Colombia y México, y más adelante al de Chile, el Río de la Plata y América Central. Las principales instrucciones impartidas por Bolívar, como primer mandatario de Colombia, a su delegación, apuntaban a la búsqueda de la unidad de las repúblicas hispanoamericanas: renovación del pacto de unión, liga y confederación; determinación del contingente de fuerzas terrestres y marítimas de los estados signatarios; declaración de la asamblea del istmo y la efectividad de su arbitraje; tratados de comercio y navegación y la independencia de Cuba y Puerto Rico. A estas proposiciones, el Libertador le añadió un plan combinado de hostilidades contra España, para obligarla a reconocer la independencia de sus ex colonias. También incluía la abolición de la esclavitud en todo el territorio confederado.

La estrategia del Libertador para la reunión de Panamá, en lo referido a los estados que debían convidarse a la unión, quedó definida de manera muy clara en carta al general Santander desde Arequipa (Perú), del 30 de mayo de 1825. En ella manifestaba su inconformidad con la invitación cursada por el vicepresidente de Colombia a Estados Unidos para participar en el congreso de las repúblicas de la América Meridional: “He visto el proyecto de federación general desde los Estados Unidos hasta Haití. Me ha parecido malo en las partes constituyentes, pero bello en las ideas y en el designio. Haití, Buenos Aires y los Estados Unidos tienen cada uno de ellos sus inconvenientes. México, Guatemala, Colombia, el Perú y Chile y el Alto Perú pueden hacer una soberbia federación; la que tiene la ventaja de ser homogénea, compacta y sólida. Los americanos del Norte y los de Haití, por sólo ser extranjeros tienen el carácter de heterogéneos para nosotros. Por lo mismo, jamás seré de opinión que los convidemos para nuestros arreglos americanos.” (p.148)1

Como se puede apreciar, el proyecto bolivariano de unidad continental estaba concebido solo para las antiguas colonias españolas, con un enfoque aliancista entre los países confederados. La exclusión del débil y controvertido gobierno de Buenos Aires –que en la práctica no tenía jurisdicción sobre las provincias del extinguido Virreinato del Río de la Plata- obedecía sólo a razones coyunturales y la explica el propio Bolívar en esa misma carta: “Buenos Aires no es más que una ciudad anseática sin provincia” [sic.], lo que equivalía a decir que no existía un gobierno que representara a esa gran región del cono sur.” (p.148)

Como se sabe, el Congreso Anfictiónico de Panamá se reunió del 22 de junio al 15 de julio de 1826, con la asistencia de delegaciones de Perú, Centroamérica, México y Colombia -territorios que actualmente comprenden doce repúblicas latinoamericanas-, así como de Gran Bretaña y Holanda. Pese a que en el cónclave de Panamá hubo reticencias de algunas delegaciones a aceptar la propuesta bolivariana de formar un ejército continental hispanoamericano, respuesta natural a los proyectos agresivos de la Santa Alianza, favorecidos con la restauración del absolutismo en España, al final se aceptó una tácita coordinación como parte de los cuatro tratados signados. El más importante de ellos fue el de Unión, Liga y Confederación Perpetua -abierto a la firma de los restantes países de Hispanoamérica-, en cuyo texto se puntualizaba “cual conviene a naciones de un origen común, que han combatido simultáneamente por asegurarse los bienes de libertad e independencia”. (Arizmendi, 1984, pp. 105-106)

El propio tratado también afirmaba el carácter irrevocable de la independencia hispanoamericana, declaraba la solidaridad de las naciones firmantes y concedía la ciudadanía común a sus habitantes, aunque no fue ratificado después por los gobiernos representados en Panamá, con excepción de Colombia. En el cónclave hubo desacuerdos entre algunas delegaciones sobre varias cuestiones. Entre ellas, los alcances de la alianza que se proponía y también el controvertido tema de los límites de los nuevos estados. Por último, se acordó seguir las sesiones en Tacubaya, México.

Los resultados de Panamá fueron duramente criticados por Bolívar (1982). En carta a José Antonio Páez, del 8 de agosto de 1826, el Libertador escribió: “El Congreso de Panamá, institución que debiera ser admirable si tuviera más eficacia, no es otra cosa que aquel loco griego que pretendía dirigir desde una roca los barcos que navegaban. Su poder será una sombra y sus decretos meros consejeros: nada más” (p. 459). Y al general Briceño Méndez le precisó poco después, el 14 de septiembre del mismo año: “He leído aquí los tratados celebrados en Panamá y voy a darle a Ud. francamente mi opinión. El convenio sobre contingentes de tropas, es inútil e ineficaz. La traslación de la Asamblea a México va a ponerla bajo el inmediato influjo de aquella potencia, ya demasiado preponderante, y también bajo el de los Estados Unidos del Norte.” (p. 471)

Cerrado en 1826 el ciclo independentista de principios del siglo XIX, la conciencia nacional hispanoamericana, de la patria grande, que buscaba la unidad del continente colombiano, perdió vigor y consistencia, aunque nunca desapareció totalmente. Eso explica que fracasado el proyecto integrador en el congreso de Panamá, y de su famélica prolongación en Tacubaya (México), donde algunos pocos delegados hispanoamericanos se reunieron por última vez el 9 de octubre de 1828, las ideas de unidad solo serían retomadas ocasionalmente a lo largo del siglo XIX, en particular cuando un grave peligro amenazaba la soberanía de los países de América Latina.

Durante la independencia y en los primeros años de vida republicana terminó por imponerse la tendencia a la desarticulación. En todas partes, las fuerzas descentralizadoras terminaron por prevalecer e impedir la consolidación de las grandes unidades estatales dibujadas durante la lucha emancipadora. Muestra de ello fue la desintegración de la Gran Colombia -partida en 1830 en tres repúblicas: Venezuela, Nueva Granada y Ecuador-, la división en dos estados soberanos de la efímera Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839) y la disolución de las República Federal de Centro América, entre 1839 y 1848, en cinco pequeños países: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. Formó parte del mismo proceso atomizador la desmembración, entre 1813 y 1828, del antiguo Virreinato del Plata en otros cuatro naciones: Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay. También puede incluirse la división de la isla de La Española en dos pequeños estados: Haití y República Dominicana (1844), aun cuando en este caso se trataba de territorios bien disímiles, con lengua, cultura y tradiciones diferentes.

Al contrario de lo ocurrido en Hispanoamérica, donde la tendencia unionista de Bolívar y los libertadores fue derrotada, Brasil logró preservar su integridad territorial. El régimen monárquico, extendido de 1822 a 1889, fue el responsable de garantizar esa unidad, después de dolorosas guerras civiles en las cuales las fuerzas imperiales se impusieron desde 1848 sobre diversos movimientos secesionistas y regionales, entre ellos los cábanos en Pará, Alagoas y Pernambuco, la república farroupilha de Río Grande do Sul, la revolución praiera y la república bahiana.

A lograr un resultado tan diferente al hispanoamericano, contribuyó que la aristocracia brasileña, para preservar sus privilegios -en primer lugar la esclavitud- cerrara filas en torno a la monarquía, amparándose en el poder centralizador imperial y aprovechando los recursos y el peso del emergente polo cafetalero centrado en Río de Janeiro. El más poderoso de estos frustrados movimientos secesionistas de Brasil fue la guerra de los farrapos (1835-1845) en Río Grande do Sul.

En cambio, detrás del proceso que descoyuntó a Hispanoamérica actuaban heterogéneas fuerzas centrífugas internas –los poderosos grupos de poder de cada localidad- y externas, o sea, las grandes potencias -Estados Unidos e Inglaterra-, interesadas en la proliferación de pequeños estados, débiles y manejables. Prueba de ello fue no sólo la creación de Uruguay, bajo la presión inglesa, sino también la política de los Estados Unidos, tal como hizo constar en su diario, el 11 de febrero de 1828, el historiador mexicano Carlos María de Bustamante, testigo de la independencia como insurgente, al señalar que en contra de los esfuerzos unionistas “tenemos a Mister Poinsett que tiene interés en que se lleve el diablo la América española.” (Bustamante, Vázquez y Hernández, 2001)

Otro obstáculo a la unidad lo interponía el accidentado relieve y las malas comunicaciones, que separaban las diferentes regiones hispanoamericanas. Desaparecida la forzada vinculación de las colonias con la monarquía española, el proceso de dispersión terminó por imponerse, favorecido por las enormes distancias y las barreras geográficas que obstaculizaban la integración de las antiguas posesiones de España. Por eso, Mariano Moreno había sentenciado en la Gazeta de Buenos Ayres el 6 de diciembre de 1810, pocos meses antes de su misteriosa muerte en alta mar: “Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo Estado.” (Goldman y De Titto, 2009, p.143)

Un ejemplo ilustra el peso de este último factor. A Le Moyne, un diplomático francés que recorrió el rio Magdalena en Colombia a fines de 1828, para acreditarse ante el gobierno de Bolívar, le tomó 52 días ir desde Le Havre en Francia hasta Santa Marta, pero desde allí a Bogotá, con escalas en los puertos fluviales de Mompox y Honda, el viaje duró 73 días (Le Moyne, 1945). Por eso, Bolívar se quejaba con amargura desde Lima: “Ciertamente que nuestros correos no pertenecen a una república tan bien organizada como la nuestra; primero sabemos de Rusia que de Caracas; los partes de Junín nos han llegado primero de Inglaterra que de Caracas; y algunas veces recibimos con la misma fecha papeles de Londres y Bogotá.” (Le Moyne, 1945, p. 89)

A los anteriores elementos, deben sumarse las tremendas dificultades derivadas del intento de impulsar enormes estados sobre estructuras socio-económicas precapitalistas. Sin duda, la ausencia de una burguesía bien estructurada y de un proyecto nacional integrador, facilitó la atomización regional impuesta en Hispanoamérica por las grandes potencias y los intereses encontrados de las elites locales.

La fragmentación del antiguo imperio colonial hispano estaba también relacionada con el hecho de que en ninguna parte pudo vertebrarse un fuerte componente nacional de carácter continental. Al faltar la imprescindible base social para cumplir las tareas históricas maduras de demoler las relaciones precapitalistas y promover una firme integración de las antiguas colonias españolas, fue imposible consolidar las grandes unidades estatales. Intentos que, por otra parte, no lograron concretarse por el predominio de heterogéneas fuerzas centrífugas (internas y externas) y las dificultades entonces insalvables derivadas de las aspiraciones de querer imponer grandes unidades estatales sobre estructuras socio-económicas precapitalistas, incapaces de proporcionar las bases objetivas para una sólida unidad.

A pesar de estos elementos adversos, tres años después de la abortada reunión de Tacubaya, la iniciativa para otra propuesta de unidad hispanoamericana, siguiendo el legado del Congreso Anfictiónico de Panamá, correspondió a México, agobiado por las groseras violaciones de sus fronteras por colonos y aventureros procedentes de Estados Unidos –que culminarían con la separación de Texas en 1836- y las desmedidas exigencias comerciales de Inglaterra. En el primer semestre de 1831 el canciller mexicano Lucas Alamán lanzó una convocatoria claramente unionista, considerando que la desunión e inexperiencia de los nuevos estados hispanoamericanos había traído graves consecuencias. Compulsado por las agresiones militares de Francia a México (1838) y el Río de la Plata (1839), resurgieron de un extremo al otro del hemisferio las propuestas para resucitar el proyecto unionista de Panamá.

Una perspectiva semejante tuvo la solicitud presentada en septiembre de 1839 al congreso constituyente peruano reunido en Huancayo (Perú) -tras la desarticulación de la Confederación Peruano-Boliviana impuesta por los ejércitos chilenos-, como se desprende de la nota del gobierno limeño al pedir su autorización: “para invitar a dichos gobiernos [se refiere a Nueva Granada y Venezuela, (SGV)] y a los demás de las Repúblicas hispanoamericanas, a la celebración de un tratado de alianza defensiva contra los ataques de las naciones poderosas de Europa y América a la soberanía de aquellas” (Medina, 1968, p.188). Como puede apreciarse, la convocatoria colocaba a Estados Unidos en el mismo plano que las naciones europeas como potencial agresor.

Las gestiones peruanas para materializar la asamblea hispanoamericana se prolongaron hasta 1842, lográndose una respuesta positiva de Brasil –incluido en la invitación-, Buenos Aires, Bolivia, México, Ecuador y Chile. Pero poco después la idea de la asamblea hispanoamericana de Lima prácticamente se abandonó. No sería hasta el 9 de noviembre de 1846 que el gobierno peruano lo resucitó, alarmado por la amenaza de la expedición de reconquista que entonces organizaba Juan José Flores, con el respaldo de la monarquía española y la complicidad inglesa, y cuyos preparativos coincidieron en tiempo con el desarrollo de la invasión de Estados Unidos a México.

Apremiados por esas circunstancias, del 11 de diciembre de 1847 al 1 de marzo de 1848, los representantes de Perú, Chile, Bolivia, Ecuador y Nueva Granada se reunieron en Lima, lo que constituyó en la práctica el primer congreso hispanoamericano que se concretó después del de Panamá. Estos países aprobaron el 8 de febrero de 1848 un Tratado de Confederación que establecía, siguiendo el legado bolivariano, en su preámbulo: “Ligadas por los vínculos del origen, del idioma, la religión y las costumbres, por su posición geográfica, por la causa común que han defendido, por la analogía de sus instituciones y, sobre todo, por sus comunes necesidades y recíprocos intereses, no pueden considerarse sino parte de una misma nación, que debe mancomunar sus fuerzas y sus recursos para remover todos los obstáculos que se oponen al destino que les ofrecen la naturaleza y la civilización.” (Bolívar, 1982, p. 150)

La siguiente iniciativa de un gobierno latinoamericano para promover un nuevo congreso de unidad surgió en 1856 en respuesta a las actividades piratas del norteamericano William Walker en Centroamérica (1855-1856) (Soler, 1980). En esa peligrosa coyuntura para la soberanía e independencia de las naciones latinoamericanas se firmó “para cimentar, sobre bases sólidas, la unión que entre ellos existe, como miembros de la gran familia americana”, el Tratado Continental o Tratado que fija las bases de unión de las Repúblicas Americanas, concretado en Santiago de Chile el 15 de septiembre de 1856 entre Chile, Perú y Ecuador, al que se adherirían después los gobiernos de Bolivia, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, México y Paraguay. (Yepes, 1955, p.154)

Casi al mismo tiempo, por iniciativa del ministro de Guatemala en Estados Unidos, el escritor José María Irisarri, se firmó en Washington el proyecto de Tratado de Alianza y Confederación por los representantes de Nueva Granada, Guatemala, El Salvador, México, Perú, Costa Rica y Venezuela, el cual garantizaba, como los anteriores, la soberanía, independencia e integridad territorial de los países confederados. Además, creaba un mecanismo defensivo contra expediciones intervencionistas como la de Walker, prohibiendo la enajenación de territorios hispanoamericanos a cualquier potencia extranjera y condenando como crimen de alta traición el llamamiento de fuerzas foráneas en contiendas intestinas y el gobierno espurio que se formase con tal apoyo, como acababa de ocurrir en Nicaragua.

La oleada recolonizadora que se volcó sobre la América Latina en los años sesenta compulsó por última vez los intentos de gobiernos latinoamericanos para conseguir la unidad continental de impronta bolivariana en el siglo XIX. Nos referimos a la descarnada intervención de Napoleón III en México, que dio lugar al Imperio de Maximiliano, el regreso de Santo Domingo a su condición colonial, la agresión española a los países sudamericanos del Pacífico y el intento de un aventurero francés para establecer una monarquía europea en la Araucania chilena.

En este contexto, el 11 de enero de 1864 el gobierno peruano invitó a un nuevo congreso de unidad que se reunió entre el 15 de noviembre de ese año y el 13 de marzo de 1865, con la participación de delegados plenipotenciarios de Colombia, Chile, Venezuela, Ecuador, El Salvador y Perú. Ante la posibilidad de invitar a Estados Unidos, en ese entonces recién salido de la Guerra de Secesión y gobernado por el presidente Abraham Lincoln, que despertaba esperanzas de una más positiva política exterior norteamericana hacia los países vecinos, el gobierno peruano, en su condición de anfitrión, se vio obligado a precisar: “El congreso americano deberá formarse de plenipotenciarios de las repúblicas americanas de origen español exclusivamente”. (Soler, 1980, p. 183)

Este cónclave celebrado en Lima, desarrollado entre 1864 y 1865, puede considerarse el último gran congreso de unidad hispanoamericana siguiendo el legado de Bolívar. En esa reunión se aprobaron finalmente cuatro tratados, entre ellos el de unión y a alianza defensiva de los países de la América hispana. Con el advenimiento del panamericanismo promovido por Estados Unidos, a fines del siglo XIX y principios del XX, prácticamente terminaron los esfuerzos gubernamentales decimonónicos por conseguir la unidad del centro y sur del continente siguiendo la tradición bolivariana.

Era la época de emergencia del imperialismo norteamericano, cuando el gobierno de Washington iniciaba una violenta ofensiva expansionista contra los países de América Latina y el Caribe, combinando los viejos métodos colonialistas con las más modernas formas de penetración del capital monopolista. A partir de ese momento, los principales proyectos y llamados en favor de la unidad latinoamericana quedaron en manos de figuras intelectuales aisladas o determinados sectores, asociaciones y fuerzas políticas antimperialistas, pues los proyectos de impronta bolivariana fueron abandonados por los gobiernos de América Latina hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Uno de esas figuras que sostuvo el legado de Simón Bolívar en tan adversas circunstancias fue José Martí, quien desde muy temprano desenmascaró las verdaderas intenciones de Estados Unidos en la conferencia de Washington de 1889 y se opuso frontalmente al naciente panamericanismo, contraponiéndole el viejo ideal de unidad de inspiración bolivariana. Con razón afirmó entonces el Apóstol de la independencia de Cuba: “Jamás hubo en América, de la independencia a acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.” (Martí, 1946, pp. 129-130)

Al proclamar ante el creciente dominio norteamericano la tesis de la integración del centro y sur del continente, Martí dio nuevas proyecciones al legado histórico de Bolívar y otras figuras cimeras de la América Latina. Por eso contrapuso, frente a la agresividad de Estados Unidos, la estrategia de la unidad latinoamericana –que ahora incluía al Brasil, liberado de la esclavitud y su herencia monárquica-, fundamentada en la identidad histórica de nuestros pueblos, como escribiera en La América de New York en enero de 1884, donde abogó por “aquellos que son en espíritu y serán algún día en forma, los Estados Unidos de la América del Sur” (De Armas, 2010, p.40). Y en otro texto añadió: “Pero ¿qué haremos, indiferentes, hostiles, desunidos? ¿Qué haremos para dar todos más color a las dormidas alas del insecto? Por primera vez me parece buena una cadena para atar, dentro de un cerco mismo, a todos los pueblos de mi América. Pizarro conquistó al Perú cuando Atahualpa guerreaba a Huáscar; Cortés venció a Cuauhtémoc porque Xicontencatl lo ayudó en su empresa; entró Alvarado en Guatemala porque los quicheés rodeaban a los zutijiles. Puesto que la desunión fue nuestra muerte, ¿qué vulgar entendimiento, ni corazón mezquino, ha menester que se le diga que de la unión depende nuestra vida?”. (Martí, 1946, p. 206)

Pese a las preclaras advertencias martianas, poco a poco las conferencias panamericanas se fueron imponiendo sobre el legado de unidad continental de impronta bolivariana, convertidas en el eje de la política exterior de Estados Unidos en el hemisferio, dirigida entonces a alejar de la influencia inglesa a las débiles repúblicas latinoamericanas y lograr su absoluta supremacía económica y política en este continente. A pesar del clima adverso existente en las primeras décadas del siglo XX, en la obra y el pensamiento de un sector importante de la intelectualidad del continente continuó vivo el legado de unidad latinoamericana, como fueron los casos de José Enrique Rodó, Rufino Blanco Fombona, José Vasconcelos, Enrique José Varona, Vicente Sáenz, José Santos Chocano, José María Vargas Vila, Joaquín García Monge y los hermanos Max y Pedro Henríquez Ureña, por sólo citar los nombres de algunos de sus más conocidos representantes.

También las intervenciones militares norteamericanas en el Caribe y Centroamérica, la Revolución Mexicana de 1910, la Reforma de Córdoba y las revoluciones frustradas de los años treinta, contribuyeron a rescatar el ideario bolivariano de unidad continental, del que fueron expresiones, la creación del Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) por Víctor Raúl Haya de la Torre (1924) y la fundación en la ciudad de Buenos Aires, en 1925, de la Unión de América Latina, asociación impulsada por José Ingenieros, Alfredo L. Palacios y Manuel Ugarte.

A principios de la década del veinte, Augusto César Sandino, enfrentado al ejército invasor norteamericano en Nicaragua, en un documento fechado en las Segovias (Nicaragua), el 6 de enero de 1929, aludió por primera vez a la necesidad de tejer una alianza latinoamericana y para lograrla propuso la convocatoria de una “Asamblea de Representantes de la América Indo-Latina, Continental y Antillana, a fin de dar pasos conducentes a la Confederación Indo-Latina Continental y Antillana y dejarla asentada sobre bases sólidas e inmutables”. (Díaz Lacayo, 2010, p. 194)

Esta idea la desarrolló mejor poco después en una carta, del 20 de marzo de 1929, a los gobernantes de América. En ella involucraba a todos los pueblos latinoamericanos e invitaba a sus gobiernos a una conferencia constitutiva en Buenos Aires, donde se debía discutir su Plan de realización del supremo sueño de Bolívar. Para Sandino, allí se “afianzará la Soberanía e Independencia de nuestras veintiún Repúblicas Indo-Hispanas y la amistad de nuestra América racial con los Estados Unidos de Norteamérica sobre bases de igualdad.” (Díaz Lacayo, 2010, p. 195)

Para la planeada reunión, que en definitiva nunca llegó a realizarse, Sandino elaboró una propuesta de alianza continental, que superaba la idea inicial de confederación. Recogida en su Proyecto Original que el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua presenta a los representantes de los gobiernos de los veintiún estados latinoamericanos, se fundamentaba en el concepto de nacionalidad latinoamericana. En el segundo artículo de este Proyecto Original, publicado el 15 de abril de 1929, el General de Hombres Libres declaraba: “La Conferencia de Representantes de los veintiún Estados integrantes de la NACIONALIDAD LATINOAMERICANA declara expresamente reconocido el derecho de alianza que asiste a los veintiún Estados de la América Latina Continental e Insular, y, por ende, establecida una sola NACIONALIDAD denominada NACIONALIDAD LATINOAMERICANA, haciéndose de ese modo efectiva la ciudadanía latinoamericana. (García Laguardia, 1979, p. 11)

Al margen de estos antecedentes, no sería hasta después de la Segunda Guerra Mundial que poco a poco fue renaciendo la idea de la integración continental de los países al sur del Rio Bravo sin los Estados Unidos Este nuevo aliento de unidad latinoamericana estaba asociado al despertar de las luchas de liberación nacional y al desarrollo de movimientos nacionalistas y populistas de diferente signo político, pero que defendieron o impusieron nuevas políticas orientadas a promover el desarrollo autóctono sobre la base de una serie de medidas desarrollistas.

Uno de ellos fue el presidente argentino Juan Domingo Perón, quien se propuso revitalizar el ABC más allá de un simple grupo diplomático, sino como un verdadero acuerdo de integración económica regional. El 26 de febrero de 1946, a los dos días de ganar las elecciones presidenciales argentinas, Perón escribió a un político de Uruguay que “debemos formar los Estados Unidos de Sudamérica” (Oporto, 2011, p.74). El mandatario, que denominaba indistintamente a los países al sur del Rio Bravo como América Latina, América Ibérica, América Trigueña o América Virgen, externó su temor de que el año 2000 nos sorprendiera “o unidos o dominados”.

Para el líder justicialista, el problema se planteaba en los siguientes términos:

Si subsisten los pequeños y débiles países, en un futuro no lejano podríamos ser territorio de conquista como han sido miles y miles de territorios desde los fenicios hasta nuestros días. Es esa circunstancia la que ha inducido a nuestro gobierno a encarar de frente la posibilidad de una unión real y efectiva de nuestros países, para encarar una vida en común y para planear, también una defensa en común. Si cuanto he dicho no fuese real, o no fuese cierto, la unión de esta zona del mundo no tendría razón de ser, como no fuera una cuestión más o menos abstracta o idealista. Señores: es indudable que desde el primer momento nosotros pensamos en esto; analizamos las circunstancias y observamos que, desde 1810 hasta nuestros días, nunca han faltado distintos intentos para agrupar esta zona del Continente en una unión de distintos tipos. Y debemos confesar que todo eso fracasó, mucho por culpa nuestra [se refiere a la Argentina (SGV)]. Nosotros fuimos los que siempre más o menos nos mantuvimos alejados, con un criterio un tanto aislacionista y egoísta. Yo no querría pasar a la historia sin haber demostrado, por lo menos fehacientemente, que ponemos toda nuestra voluntad real, efectiva, leal y sincera para que esta unión pueda realizarse en el Continente.” (Perón, citado en Oporto, 2011, pp. 400 y 401)

Esta misma dimensión del latinoamericanismo estuvo presente en los procesos revolucionarios de México (1910-1940), Guatemala (1944-1954) y Bolivia (1952), como puede ilustrarse con las declaraciones del ex presidente mexicano Lázaro Cárdenas cuando intervino en la Conferencia Latinoamericana por la Soberanía, la Emancipación Económica y la Paz, celebrada en México en marzo de 1961: “Rechazamos la Doctrina Monroe y la política de pretendida seguridad y defensa hemisférica que menoscaba nuestra soberanía. Oponemos al panamericanismo opresor un latinoamericanismo que libere nuestras fuerzas productivas, amplíe nuestras posibilidades de desarrollo, fortalezca la solidaridad y la cooperación entre nuestros pueblos y contribuya eficazmente a la paz en el hemisferio y en el mundo. (Glinkin, 1984, p.5)

A ese periodo corresponde también la creación, en 1947, de la Comisión Económica de las Naciones Unidas (ONU) para la América Latina, a la que se opuso Estados Unidos, y que fue durante cierto tiempo el único órgano de cooperación interestatal propiamente latinoamericano desde el siglo XIX, propiciando proyectos de integración y de otras formas de vinculación entre los países situados al sur del rio Bravo, así como el desarrollo de un pensamiento económico diferente al que prevalecía en instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial.

La misma vocación bolivariana puede encontrarse también en la Revolución Cubana desde sus inicios, como quedó explícito en las primeras declaraciones del Comandante Fidel Castro tras el triunfo el primero de enero de 1959. A fines de ese mes, en un acto masivo en El Silencio, en pleno centro de Caracas, el líder de la Revolución Cubana exclamó en forma premonitoria: “Esta América está despertando. Está en guardia para que no pueda ser engañada…sometida de nuevo. Estos pueblos de América saben que su fuerza interna está en la unión y su fuerza continental está en la unión…Basta ya de levantarle estatuas a Bolívar sin cumplir sus ideas. ¡Lo que hay que hacer es cumplir sus ideas! ¿Hasta cuándo vamos a permanecer en letargo, fuerzas indefensas de un Continente a quien el Libertador concibió como algo más digno y grande? ¿Hasta cuándo vamos a estar divididos, víctimas de intereses poderosos? La consigna debe ser la unidad de las naciones... Venezuela debe ser el país líder de la unidad de los pueblos de América, pues Bolívar es el Padre de la unión de los pueblos de América.” (Pividal, 1996, pp. 388-389)

La consideración de que el destino histórico de la Revolución Cubana estaba ligado definitivamente al de los pueblos latinoamericanos también se hizo explícita en la II Declaración de La Habana, del 4 de febrero de 1962, y durante los años sesenta ello se expresó en una misma estrategia continental de liberación nacional, que condujo a la formación de nuevas organizaciones revolucionarias y a su reunión en la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), fundada en La Habana el 16 de enero de 1966. Desde aquellos turbulentos años, la Revolución Cubana ha considerado prioritaria la integración con los demás países de América Latina y el Caribe. Consecuente con esa postura, su primera Constitución, aprobada por referendo nacional el 15 de febrero de 1976, estableció en el artículo doce inciso g que Cuba “[...] aspira a integrarse con los países de América Latina y del Caribe, liberados de dominaciones externas y de opresiones internas, en una gran comunidad de pueblos hermanados por la tradición histórica y la lucha común contra el colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo en el mismo empeño de progreso nacional y social.” (Gobierno de Cuba, 1976, p.20)

Ese artículo de la carta magna de Cuba, en vigor hasta el 2019, está en total sintonía con el pensamiento del líder histórico de la Revolución Cubana, para quien el tema de la unidad continental fue un claro objetivo estratégico. Así, por ejemplo, a principios de los años setenta, durante su visita a Chile, invitado por el presidente Salvador Allende, Fidel Castro declaró sin ambages: “(...) por la situación de balcanismo, la debilidad innata de los pueblos que tienen tantas cosas en común, como nuestros pueblos latinoamericanos, y que no tendrán otra condición de supervivencia en el futuro que la unión económica más estrecha y, consecuentemente también en un futuro, la unión política más estrecha, para formar una nueva comunidad que contaría dentro de 30 años con 600 millones de habitantes.” (Castro, 1971, pp. 404-405)

Con posterioridad, en su discurso en la VIII Cumbre Iberoamericana celebrada en Oporto, Portugal, el 18 de octubre de 1998, el propio presidente cubano Fidel Castro, reiteró: “Les confieso sinceramente que es difícil resignarse a la idea de la integración circunscrita al MERCOSUR. Aquí se ha hablado de globalización y regionalización, pero estoy convencido de la necesidad, en primer lugar, de nuestra unión, como se están uniendo los europeos. Y debo consignar, incluso, que bajo ningún concepto pueden ser ni deben ser olvidados los caribeños. Tenemos cincuenta elementos de unión que no los ha tenido Europa, y llevamos casi 200 años de independencia.” (Castro, 1998, p.5)

En las últimas décadas del siglo XX aparecieron diversos organismos regionales, dirigidos de una u otra manera a favorecer la integración latinoamericana sin Estados Unidos, aunque limitados entonces por las políticas gubernamentales inclinadas al neoliberalismo y a ceder ante la propuesta integracionista neopanamericana promovida por Estados Unidos: la llamada Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA). El desarrollo de esa especie de nuevo panamericanismo tuvo lugar a contrapelo de las tendencias latinoamericanistas que daban continuidad al viejo ideal de una región unida e independiente, expresada sobre la base de una posible convergencia de diversos intentos de regionalización y de subregionalización.

Este proceso, que comenzó en los sesenta con los llamados tratados de “primera generación” -Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), Mercado Común Centroamericano (MCCA), Pacto Andino y Comunidad del Caribe- pasó en los ochenta y noventa a una nueva fase o “segunda generación”, de lo que fueron exponentes el MERCOSUR, la Asociación de Estados del Caribe, la Comunidad Andina, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), el Mercado Común Caribeño (CARICOM) y el G-3 (México, Venezuela y Colombia).

Con la llegada al poder, en los umbrales del siglo XXI, de gobiernos populares y progresistas en diferentes países de América Latina y el Caribe -proceso iniciado en 1999 con el triunfo electoral de Hugo Chaves Frías en Venezuela- se abrió lo que pudiéramos considerar una “tercera generación” de los tratados contemporáneos de integración latinoamericana, revitalizando incluso a varios de los antiguos esquemas ya mencionados. Las perspectivas que se abrieron con el siglo XXI a nuevas modalidades de unidad latinoamericana y caribeña pusieron a la orden del día propuestas integracionistas de matriz bolivariana que aspiraron a crear las condiciones para conformar una confederación política moderna, que preservara y consolidara la independencia de América Latina y resistiera la embestida de la integración neopanamericana y la penetración de los grandes bloques económicos.

A esta etapa corresponde la creación de la Alternativa Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELALC). Con razón, Hugo Chávez, que fue uno de los líderes principales de esta iniciativa promisoria de unidad latinoamericana y caribeña, señaló oportunamente: “Estamos poniendo aquí la piedra fundamental de la unidad, la independencia suramericana. Entre nosotros no habrá guerras, ni más conflictos, sino integración, hermandad, paz, unión y comprensión de los problemas de cada uno, de cada país. O somos una sola patria o no seremos patria. Es el tiempo de América Latina y el Caribe, construyamos un espacio geopolítico, tal cual era el proyecto de Bolívar. Estamos aquí para hacer realidad esos planes, para que esto tenga sentido, sino estaríamos condenados. La integración es ahora o nunca.” (Guerra Vilaboy, 2015, p.140)

A pesar de los indudables avances registrados en esos años, los más importantes desde los tiempos de Simón Bolívar, la realidad es que la aspiración unionista de los próceres de la independencia se ha frustrado una vez más. Como demuestran los últimos acontecimientos, los diferentes proyectos de integración han sido revertidos o pulverizados y la triste realidad es que no sólo la añorada integración de América Latina y el Caribe no se ha conseguido, sino que tampoco persisten la mayoría de las asociaciones regionales creadas en los últimos tiempos.

Lamentablemente, la unidad de América Latina y el Caribe, en su enorme pluralidad, riqueza y matices, sigue siendo hoy, como ayer, todavía una hermosa quimera, tal como hace más de un siglo sentenciara José Enrique Rodó: “La unidad política que consagre y encarne esa unidad moral -el sueño de Bolívar-, es aún un sueño, cuya realidad no verán quizá las generaciones hoy vivas. (Guerra Vilaboy, 2015)

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1 Germán A. de la Reza, en el Preámbulo a su enjundioso Documentos sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 2010, matiza el papel de Francisco de Paula Santander cuando señala (p. XVII): “El Vicepresidente espera que Estados Unidos participe solo en las conferencias generales sobre “derecho de gentes” y comercio, reservando a los hispanoamericanos las sesiones destinadas a establecer la Confederación y las fuerzas defensivas comunes”. El subrayado en el original.