El sujeto político del feminismo
Mujeres de los ochenta en Chiapas, México
The political subject of feminism
Women in Chiapas, Mexico, in the eighties
María Inés Castro Apreza. mariaines.castro@unicach.mx
CESMECA Chiapas. México
Recibido: 11/04/2022
Aprobado: 16/05/2022
Resumen
Este artículo analiza la experiencia de vida y la trayectoria política de mujeres que arribaron al estado de Chiapas, México, desde el final de la década de los setenta y durante los años ochenta del siglo XX. Algunas fortalecieron o refundaron proyectos políticos socialistas, para después crear proyectos de mujeres, con un impacto importante porque dieron continuidad al cuestionamiento de las relaciones de género que ya habían iniciado dentro de las familias propias y las organizaciones mixtas en las que participaban. Este elemento potencializó su trabajo feminista y con perspectiva de género en el estado. Fundar organizaciones propias, construir una agenda política con demandas específicas, diseñar estrategias y establecer alianzas particularmente entre mujeres organizadas, son elementos que construyen a las mujeres como el sujeto político del feminismo. La investigación se basa en entrevistas, revisión hemerográfica, la experiencia y se hace desde el conocimiento situado, es decir, se trata de una investigación activista feminista.
Palabras clave: sujeto político del feminismo, investigación activista feminista, mujeres de los ochenta, políticas feministas, género.
Abstract
This article analyzes the life experience of life and the political activism of women who arrived in the state of Chiapas, Mexico, since the end of the seventies and during the eighties of the 20th century. Some of them strengthened or re-founded socialist political projects and created women’s projects, whose impact was so important because of within the framework of the political initiatives undertaken they began to question gender relations. This element potentiated her feminist work and work with a gender perspective. Founding their own organizations, building a political agenda with specific demands, designing strategies and establishing alliances particularly among organized women, are elements that position women as the political subject of feminism. The research is based on interviews, newspaper review and the own political experience, and It is made from situated knowledge, activism and own experience, that is, this is a feminist activist research.
Keywords: the political subject of feminism, feminist activist research, women of the eighties, feminist politics, gender.
Introducción
Este trabajo es producto de una investigación sobre los movimientos de mujeres y las vertientes feministas en el estado de Chiapas (México), colindante con Guatemala, cuyos orígenes se ubican en los años ochenta del siglo XX. Se centra en la experiencia de vida y las trayectorias políticas propias, así como las iniciativas feministas de mujeres que llegaron a Chiapas al final de la década de los setenta, pero sobre todo durante los años ochenta. Ambas décadas son, precisamente, el periodo en el cual, en México, las mujeres organizadas se constituyen como el sujeto político del feminismo. En Chiapas esto ocurre en los ochenta, el argumento central del trabajo.
En las búsquedas sobre el significado de la investigación feminista –un debate que no parece concluso-, se han tomado algunos trabajos como referentes centrales que, respetando las ideas de cada autora, se ubican en su conjunto en lo que aquí se denomina la investigación activista feminista (Biglia, 2005). Esta indagación se asume como una investigación feminista desde el conocimiento situado, la experiencia propia y la acción política (esto es, la militancia o, como ahora se lo llama, el activismo). Las fuentes de información han sido seis de las 45 entrevistas a profundidad y semiestructuradas a mujeres de la época; además, se ha hecho una revisión hemerográfica de la producción local.
Como parte del contexto general, se observa que tres décadas acompañaron el nacimiento y desarrollo de las utopías políticas en clave socialista/comunista, por un lado, y, si bien más tarde, feminista, por otro. Los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado dan cuenta de una vorágine de expresiones políticas –algunas perdurables, otras espontáneas y de corta vida–, que configuran la historia del México contemporáneo, más allá de no existir más. Las y los estudiantes jugaron un papel central en todos estos años, en particular en 1968 y 1971 y sus secuelas. Existen varios estudios sobre el movimiento estudiantil de 1968 y poco a poco se recuperan historias de distintos procesos organizativos, en primera persona. Recientemente, algunos integrantes sobrevivientes de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN) se propusieron sistematizar los materiales escritos en los años setentas en su poder, de manera que contamos con fuentes primarias fundamentales (FLN, 2021), frente a publicaciones que, según sus compiladores, están basadas en documentos de archivo policiacos, “integrados como resultado de la represión, muerte y tortura de mujeres y hombres militantes de las FLN” (FLN, 2021, p.7). Esta fuente de primera mano es fundamental para conocer tan importante organización que contribuyó al levantamiento armado indígena en Chiapas en enero de 1994.
Sobre la participación de las mujeres en el movimiento de 1968 en México –aspecto muy invisibilizado en la literatura-, Marta Lamas (2018) refiere que “no es extraño que dado el contexto cultural machista de la década de 1960, la gran mayoría de los líderes que luego contarían sus historias hayan sido varones” (p.266). Sin embargo, ellas fueron “participantes comprometidas”, pese a que apenas se las menciona, o bien se las subsume en el lenguaje masculino genérico (“los estudiantes”, “los universitarios”, etc.). Lamas recupera la obra de las académicas estadounidenses Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier, quienes, con más de 60 entrevistas a mujeres participantes en el 68, destacan el compromiso con las diversas actividades y tareas que el movimiento se planteó, más allá de la presión masculina porque permanecieran en sus roles tradicionales como la elaboración de los alimentos. En cualquier caso, Lamas (2018) observa que “el trabajo emocional/nutricional de las mujeres jugó un papel no sólo durante el movimiento sino también después, luego de la masacre de Tlatelolco, cuando muchas continuaron proveyendo el apoyo material y emocional a los presos y a sus familias” (p.271), además de transformar su vida personal, sexual y familiar. La autora añade que “no resulta extraño que fueran justamente las feministas quienes salieron por primera vez a manifestarse a la calle después del 2 de octubre” (p.275).
Además de los movimientos estudiantiles y procesos organizativos de corte revolucionario emergentes, el movimiento latinoamericano inspirado en la Teología de la Liberación, así como grupos de mujeres formados antes de la Conferencia Internacional de las Mujeres de 1975 -la cual tuvo lugar en México- constituyen vías de aprendizajes y formación académico-política de estas mujeres que arribaron al estado de Chiapas en la década de los setenta y ochenta. De manera que todas ellas tienen ya una trayectoria organizativa en ciudades diversas de México y, al llegar a Chiapas, emprenden una serie de iniciativas feministas que tendrán un impacto significativo en la sociedad.
En un trabajo previo (Casto y Castro, 2018), si bien abordamos el contexto general, se pone énfasis en la lucha de 1989 a 1992 por la despenalización del aborto –iniciativa del gobierno en turno, por sorprendente que parezca-, escenario que fue el punto de partida para que las mujeres se organizaran de manera estable y duradera. No fue el inicio de las organizaciones de mujeres –es importante subrayarlo en aras de la memoria histórica-, ya que había previamente pequeños colectivos de producción femeninos alentados por la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas y la asociación civil fundada en 1969 por Jorge Santiago Santiago, Desarrollo Económico y Social de Mexicanos Indígenas (Desmi, A.C.). Asimismo, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas se formó el Grupo de Mujeres “Las Mariposas”, con una profesora y varias estudiantes, entre ellas dos que aquí han sido consideradas en el análisis.
La coyuntura de 1989-1992, en cambio, sí fue el detonante para la generación de un movimiento amplio de mujeres, parte del cual devendrá en movimiento feminista y punto de partida para la formación de distintas vertientes del feminismo (Espinosa, 2009). Este artículo se centra en la trayectoria de seis mujeres que arribaron a Chiapas, sus iniciativas feministas y, en alguna medida, el impacto que tuvo su trabajo. En la primera parte se reflexiona sobre la investigación acción feminista y la metodología; en la segunda, se reconstruye un contexto político general sobre el ejercicio de heterodesignación de las mujeres -hecha por otros-, a partir de la prensa; en la tercera, se reflexiona la construcción del sujeto político del feminismo, para pasar después a las iniciativas feministas de las entrevistadas, cerrando con reflexiones conclusivas.
Investigación activista feminista
Al momento de escribir este trabajo, se han realizado 45 entrevistas a mujeres que oscilan entre 55 y 70 o más años, varias de quienes conforman la primera generación de feministas. Todas han tenido un papel relevante en los movimientos de mujeres y feministas, aunque en la etapa contemplada, la mayoría de ellas no se asumía como feminista. Reconocerse como feministas fue un proceso que tomó algunos años, y que incluyó ante todo la autoafirmación como mujeres, un reconocimiento básico del “ser mujer” asociado a roles y estereotipos que ya cuestionaban; supuso también clarificar demandas específicas y construir organizaciones y espacios propios. Esto es, precisamente, lo que germina a lo largo de la década de los ochenta y se potencia a fines de la misma.
Las entrevistadas reúnen una serie de características: a) haber llegado a finales de la década de 1970 o durante los ochentas; b) trasladarse al estado con el objetivo de realizar trabajo sociopolítico, o bien asumirlo una vez estando ahí, es decir, a través de su inserción en procesos organizativos de diversa índole: trabajo con campesinas, indígenas, estudiantes, académicas, religiosas; y c) haber creado o impulsado, tempranamente, iniciativas colectivas de mujeres y, sobre la base de reflexiones políticas, contribuir a la creación de organizaciones propias, fuera de las organizaciones mixtas.
Las profesiones de las mujeres consideradas son: una abogada, una filósofa, dos antropólogas, una periodista y una más formada en letras clásicas. Dicha selección responde a factores comunes, como los antes mencionados. Además, son de las primeras mujeres en llegar a Chiapas con experiencia en la militancia política en clave socialista y/o religiosa (de la Teología de la Liberación); mientras que sólo dos de ellas contaban con militancia feminista previa a su llegada al estado del sureste mexicano. Todas, de tiempo atrás, elaboraban individualmente reflexiones sobre las desigualdades entre hombres y mujeres a partir de la experiencia propia, familiar y/u organizativa.
Dos de las mujeres entrevistadas llegaron a Chiapas en 1979, dos en 1980, una en 1983 y una más en 1986, años de profunda movilización social campesina en diferentes regiones del estado, como la zona norte, selva y los valles centrales (Harvey, 2000). Estas mujeres siguen tan activas actualmente como en aquellos años –en su ámbito laboral o de incidencia– y si bien una nueva generación de mujeres jóvenes las está relevando con acciones, proyectos y protestas políticas, aquellas siguen siendo un referente sustancial en las luchas feministas. Esto pretende la investigación acción feminista: recuperar la experiencia individual y colectiva, las trayectorias políticas que son las semillas feministas en la entidad, sin las cuales no tendríamos el escenario actual de mayores movilizaciones de jóvenes.
Para este trabajo es importante enfatizar que todas las iniciativas que tuvieron las “mestizas” (como se ha llamado, sobre todo en el pasado, a mujeres no indígenas) buscaron, tanto en la década de los ochenta como los noventa, la visibilización de las mujeres de distintos sectores sociales, particularmente campesinas e indígenas; la difusión de la categoría de género para interpretar y transformar las relaciones sociales entre los géneros; promover la capacitación o formación en materia jurídica y de derechos de las mujeres, o bien, sobre una multiplicidad de temas como salud, promotoras de derechos sexuales y reproductivos, colectivos de producción agrícola o artesanal, entre otros. Hubo quienes promovieron un periodismo crítico alternativo que, además, por primera vez, visibilizaba a las reporteras, además de hacer de las mujeres las protagonistas de noticias sin caer en la “nota roja”, “sociales” o cualquier otra que tendiese al amarillismo o la hipersexualización de las corporalidades femeninas.
Se considera que, dado que muchas mujeres contamos con experiencias políticas similares, este análisis se defina desde lo que Donna Haraway llama conocimiento situado (Haraway, 1995 [1991]). Hay un interés explícito en la investigación acción feminista y, por ende, en organizarnos y organizar a otras como mujeres, establecer una relación dialógica y franca sobre la base de la explicitación de lo que se busca. Es decir: entrevistadas y quien escribe somos parte del continuum de la historia de los movimientos de mujeres en Chiapas.
Finalmente, por todo lo anteriormente dicho, interesa resaltar que este estudio es una investigación activista feminista, siguiendo la definición de Bárbara Biglia (2005), caracterizada por el compromiso para el cambio social; la ruptura de la dicotomía publico/privado; la relación interdependiente entre teoría y práctica; la valoración y el respeto de las agencias de todas las subjetividades; la puesta en juego de las dinámicas de poder que intervienen en el proceso; lógicas no propietarias del saber, entre otras (Biglia, 2005; Araiza y González). Nuestra investigación recupera centralmente una práctica reflexiva (Gandarias, 2014), cuyo horizonte empieza a explorar el feminismo descolonial en el proceso de investigación. En este último sentido, en Chiapas la investigación social, inicialmente antropológica y etnográfica, ha privilegiado los estudios de mujeres cuya condición está cruzada por la raza y la clase social, esto es, mujeres indígenas empobrecidas, poco o nada organizadas. El compromiso político con estas mujeres ha solido estar presente en la investigación social, sobre todo en aquella época.
La heterodesignación de las mujeres desde la mirada masculina
En sus reflexiones sobre el poder en la teoría feminista, la filósofa española Celia Amorós (2005) nos recuerda que Cristine de Pizan denuncia la difamación del “colectivo femenino” que en aquellos tiempos hizo un profesor de La Sorbona en París. Difamación que Amorós ubica como “un abuso de heterodesignación” de un hombre respecto de todo un colectivo (Amorós, 2005, p.12). Seguramente podemos ubicar esta práctica en lo que Margarita Pisano (2002) llama la dominación masculina. Las teorías feministas, en cambio, han buscado categorizar lo innombrable, oculto o soterrado de la condición de las mujeres, ha problematizado largamente tales intentos de heterodesignación con la autodesignación en manos (a través de tales categorías, nuevas perspectivas analíticas y acciones políticas concretas). Es el camino por el cual todo sujeto político se constituye como tal, más allá de alcances y limitaciones que puedan tener tales esfuerzos colectivos.
Por ello, una revisión de los continuados esfuerzos de heterodesignación de las mujeres, por incompleta que sea, permite observar una dimensión de la dominación masculina que ha adquirido el estatus de “lo normal”. Los medios de comunicación siguen siendo, en la actualidad, un mecanismo fiable para el recuento de tales esfuerzos de heterodesignación de las mujeres. En este apartado se ofrece un acercamiento general a la prensa de los años ochenta –específicamente, el periódico estatal Cuarto Poder-, unos años antes de la organización de mujeres en torno a demandas propias. La prensa de la época es una vía para hurgar en la cuestión de la representación de las mujeres en un medio de comunicación privilegiada, si bien no accesible a su lectura por todas las clases sociales. Es una de las formas eficaces que tenemos en la investigación para dar cuenta, al menos en parte, del contexto en el que ocurren las luchas, recuperando estereotipos, imágenes, visiones y contradicciones en torno a “quiénes somos”, qué hacemos o “debemos hacer” y cuáles son “nuestros roles”.
En lo que hace a Chiapas, Sarelly Martínez (2007) analiza la relación que el periodo de gobierno del general Absalón Castellanos Domínguez (1982-1988) sostuvo con la prensa, para señalar que, pese a la multiplicación de periódicos en la época, el periodismo “ignoró los problemas sociales de la entidad”. Setenta y cinco publicaciones en total había en todo el estado, la mayoría de las cuales vivían de la publicidad oficial (Martínez, 2007): esto es un signo de época en México, es decir, sin ella difícilmente se sobrevivía. Por ello mismo, las publicaciones independientes, durante varias décadas, no han tenido posibilidades de sobrevivencia, como ha ocurrido con frecuencia con los proyectos editoriales emprendidos por mujeres feministas.
Los años ochenta también anuncian el trabajo sistemático de las primeras periodistas en Chiapas: Kyra Núñez de León, Lourdes Orduña, Candelaria Rodríguez, Leticia Montoya y otras más. Antes, las mujeres aparecían “de vez en cuando, pero colaborando primero con poemas, con artículos sobre el hogar, con artículos de sociales. Eran relegada a esas secciones” (Sarelly Martínez, entrevista, 2018).
En una primera revisión general del diario Cuarto Poder,1 fundado el 17 de julio de 1976, encontramos que las mujeres aparecen en pocas notas o artículos de opinión y, cuando lo hacen, es a través de la figura de la “primera dama” (con tal nombre se conocía a la esposa del gobernante en turno), o bien imágenes y estereotipos de la “mala mujer” con las infaltables reinas de la belleza. Otros medios solían manejar imágenes de artistas en trajes de baño en un trabajo sistemático de hipersexualización de las corporalidades femeninas. En este ejercicio de heterodesignación desde la mirada masculina se reduce el cuerpo de las mujeres a cuerpos eróticos, deseables, cuerpos-objeto, al fin y al cabo, que reproducen felizmente roles y estereotipos.
La “primera dama” aparece siempre muy activa en su labor al frente del Sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Este organismo, creado en 1977 en el contexto del impulso gubernamental a políticas de planificación familiar, distribuye bienes materiales como despensas de alimentos, y ha ofrecido apoyo a mujeres víctimas de violencia a través de programas como asesorías legales y psicológicas. Se rige, asimismo, bajo el considerando de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que establece en su artículo 4º que el Estado velará y cumplirá por el principio del interés superior de la niñez, garantizando sus derechos (Gobierno de México, Secretaría de Salud, 2016).
La asociación genérica es perfecta: el hombre es quien accede a la esfera pública, es decir, a los cargos de elección popular y toma de decisiones, mientras la mujer está en la esfera privada. El DIF es así una extensión de la esfera privada: mujer/familia, mujer/cuidado de la niñez y, más recientemente, de mujeres en situación de violencia y adultos mayores. La mayoría de las actividades de la primera dama se centran en la representación social, es decir, el pronunciamiento de discursos en fechas especiales (como el Día de la Madre, que se celebra en México el 10 de mayo), inauguraciones institucionales, visitas a grupos sociales vulnerables, etcétera.2
En la nota “Apoyo decidido de Doña Elsy a grupos de artesanos” (Cuarto Poder, 15 de enero de 1986), referida a la primera dama, se señala que “se ha logrado la creación de más grupos de artesanos, se ha incentivado el desarrollo de la vida cultural de la entidad y se ha obtenido que los fabricantes tengan un mejor nivel de vida”. Nótese que se resalta el apoyo a “los artesanos”, cuando en realidad se refiere a las propias mujeres indígenas y su incipiente proceso organizativo en torno al trabajo artesanal y las primeras cooperativas de producción. Los años ochenta fueron, precisamente, una época de apoyo a la organización y producción artesanal por los gobiernos en turno.
Por otra parte, la imagen de la “mala mujer” se encuentra en diversas notas. Una de ellas denuncia un centro de prostitución en donde trabajan “mariposas” y “mariposos”, y otra, directamente titulada “Mala Mujer” (Cuarto Poder, 11 de noviembre de 1989), que habla de la aparición de la Mala Mujer a los solteros y hombres en general (sic) que llegaban tarde a su casa. La Mala Mujer es “alta, esbelta, y con la luz de la luna se dejaba ver su sin par hermosura”, vestida “toda de blanco” con “su hermosa cabellera que parecía una linda cascada”. El mensaje parece claro: el estereotipo de las mujeres malas es el de aquellas que caminan solas en las calles durante la noche; no se cuestiona el derecho del hombre a hacerlo, pero también se le recomienda alejarse de las malas mujeres y guardar las normas sociales sobre la respetabilidad (de él mismo y sus familias).
En otra nota hay más de tales estereotipos: “Surge una banda de mujeres en Patria Nueva” (Cuarto Poder, 11 de noviembre de 1989), una colonia fundada prácticamente por mujeres de sectores populares en una incipiente organización poco conocida. En la nota no se habla de esto, por supuesto, sino que refiere una banda de “prostitutas” asaltantes de borrachos, la pandilla de “Las Gitanas” encabezada por una joven de 24 años apodada “la Viborita”, donde se supone participaban jóvenes adolescentes. Estas mujeres, se dice, insultan a “otras jóvenes de respeto”. Los denunciantes, según la nota, sugieren la rotación de los elementos policiales, ya que “han comenzado a entablar relación con las jóvenes desadaptadas sociales por el solo hecho de saciar apetitos insanos”.
Notas acerca de mujeres en cargos de elección popular aparecen a fines de la década de 1970. Un ejemplo: “Investigan a una exalcaldesa” (Cuarto Poder, 30 de noviembre, 1989), dice que la exalcaldesa de Simojovel, Donata Grajales de Martínez, tiene problemas para comprobar 120 millones de pesos ante el Congreso de Diputados. Sin embargo, la nota añade que “fuentes cercanas a doña Donata Grajales de Martínez aseguraron que es imposible que la señora haya obtenido tal dinero pues su modo y forma de vivir sigue siendo el mismo que tenía antes de llegar a la Presidencia, y si hubiera hecho mal uso de los recursos, se vería a simple vista”. No debe pasarse por alto que, en la época, las mujeres todavía se colocaban en sus nombres el apellido del esposo: Donata Grajales “de Martínez”, como si fuesen de su propiedad.
El fenómeno periodístico interesante es que empiezan a aparecer alternativas independientes, entre las más importantes el periódico El Observador de la Frontera Sur, la revista Ámbar y la primera revista de mujeres “Antsetik”. La revista Ámbar reúne a profesionales de distintos campos, periodístico, académico, artes y literatura. En todas hay una importante presencia de mujeres periodistas, académicas, o bien dedicadas a las artes y la literatura. Se habla de ellas, se las entrevista, ellas mismas escriben sobre mujeres: son así el sujeto presente que habla por ellas y por/de otras mujeres.
En los años ochenta las protagonistas de esta historia emprenden una serie de iniciativas que van a ser estrategias de autodesignación como un elemento central de la construcción de las mujeres como el sujeto político del feminismo.
El sujeto político del feminismo: autodesignación y política
¿Quiénes eran las mujeres que arribaron a Chiapas a fines de las décadas ١٩٧٠ y ١٩٨٠? Al hablar de ello, nos colocamos en la esfera de la autodesignación, es decir, en cómo, a través de las entrevistas, las mujeres se ven a sí mismas, leen su entorno y refieren los procesos organizativos a la distancia. Sus acciones políticas también las colocaron en el ejercicio vivo de la autodesignación, un fenómeno posible gracias a mujeres que tomaron la palabra en la prensa existente o en proyectos editoriales propios, con lo que modificaron las maneras de representarlas, y con las militancias de muchas otras que transformaron el escenario político. Transformaron la política misma, una hipótesis que se maneja en este trabajo.
Las mujeres que empezaron a organizarse en la década de los ochenta también son consideradas en la prensa -sobre todo por este naciente periodismo alternativo, en principio identificado como “de mujeres”- debido a que hicieron protestas urbanas en contra de la violencia sexual. Candelaria Rodríguez es, precisamente, una de las primeras periodistas que escribe sobre mujeres en un suplemento del periódico El Observador de la Frontera Sur, del que fue co-fundadora en la segunda mitad de los años ochenta.
Tanto la prensa existente como la emergente anuncian, en 1991, la designación de la abogada Martha Guadalupe Figueroa Mier al frente de la Agencia Especial de Delitos Sexuales, una conquista de quienes empezaban a organizarse en el contexto de una violación tumultuaria a una joven y de niñas indígenas tsotsiles de San Juan Chamula. De la “violencia de género” no se hablaba todavía en aquella época (se hace a partir de la década de 1990), pero sí de violencia sexual, debido a los casos antes mencionados, pero también por el hostigamiento a lesbianas y el asesinato de hombres gays o travestis en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, todo ello durante el periodo de gobierno de Patrocinio González Garrido (1988-1993). Figueroa Mier fue así –por un lapso breve, en virtud de las pésimas condiciones materiales en que desarrollaba su trabajo- la primera ministerio público en delitos sexuales en el estado y una de las primeras en México.
Movilizaciones y marchas tuvieron lugar por primera vez en la ciudad, bajo demandas de mujeres contra la violencia. Si bien la organización fue predominantemente de mujeres de clase media y con estudios universitarios, varias de ellas provenientes de otros estados, junto a tuxtlecas y coletas (gentilicio con el que se conoce a personas originarias de San Cristóbal de Las Casas), también las había de sectores populares y religiosos. Las movilizaciones públicas cimbraron así a una población habituada a la “vida normal”, que, por supuesto, incluía un racismo profundo frente a la población indígena. Racismo que se denunció en el levantamiento armado indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en enero de 1994.
Estas primeras luchas de las mujeres son importantes porque, sin proponérselo del todo, forman parte del escenario político en el que la “cuestión de las mujeres” cobra autonomía como ámbito de trabajo político y militancias feministas, como tema de estudio en la academia y problema a reflexionar en todos los ámbitos públicos. Las mujeres entrevistadas, de una y otra manera, llevan la discusión sobre las desigualdades entre mujeres y hombres en el hogar, esto es, el ámbito privado para colocarla en los espacios públicos. Esta vez lo hacen como una política específica: con demandas, alianzas, estrategias y organizaciones propias, muy otras de la política institucional de los partidos existentes en ese momento, así como de las políticas de izquierda radicales (Castro y Castro, 2018).
Esa es, precisamente, una de las contribuciones a la transformación de la política por estas mujeres organizadas: ni la vía institucional (demasiado restringida en las décadas de 1980 y 1990) ni la no-institucional las representaban, en tanto no accedían a puestos de toma de decisiones ni sus demandas específicas eran escuchadas, ni mucho menos incluidas programáticamente. La idea dominante en las organizaciones mixtas radicales era que la Revolución Socialista o Comunista traería consigo una revolución global que solucionaría también “la cuestión de las mujeres”. La lucha contra la violencia sexual como su primera demanda se funda en el hecho de que atenta contra las corporalidades femeninas, la individualidad, la libertad, la seguridad y la autonomía. Tradicionalmente visto como un problema “personal”, las feministas la defienden como “política”, siguiendo al feminismo radical estadounidense (Hanish, 1970). En lo que sigue se refiere a las mujeres urbanas que influyeron en esta transformación de la política en la que lo “privado” se vuelve “público” y lo personal es político.
En las entrevistas refieren datos personales que enmarcaron su trayectoria vital; por ejemplo, durante la adolescencia, quienes leyeron libros de autoras extranjeras que trataban el tema de la mujer, recuerdan:
Fue ponerle palabras a lo que yo pensaba y no entendía, no me explicaba, esto fue clave en este interés, por un lado, en los movimientos revolucionarios y, por otro, aterrizándolos en el ser mujer y en el siendo mujer. ¿Qué pasa con las mujeres en la participación en los movimientos revolucionarios? También, más adelante, que si las mujeres vietnamitas, las rusas, las cubanas, las chinas, todas esas historias de mujeres en las revoluciones que nos estaban tocando o nos habían tocado siendo muy niñas… Y empezar a interesarme por el feminismo, por las feministas, por las mujeres finalmente y por la lucha de las mujeres. (Adela Bonilla, entrevista, 2013).
Hubo quienes encontraron en la Iglesia, el sacramento del catecismo y la religión católica, un refugio que prometía juegos, pero que fue sobre todo una semilla política reflexiva a favor de sectores sociales en situación de pobreza:
Cuando terminé la licenciatura, tenía yo un montón de inquietudes políticas y mucho que tenía que ver con las mujeres. O sea, ¿por qué? ¿Cómo o dónde me surgió eso? Pues seguramente había un ambiente en el que uno fue creciendo, de semi rebeldía porque ya el lugar que se había otorgado a las mujeres pues no era adecuado. (…) Resulta ser que mis hermanos –mi familia es católica-, mis hermanas, estaban involucradas con los jesuitas. Yo había renunciado a la religión desde la temprana infancia, que no me convenció jamás, pero estaba todo ese ambiente en la casa de los jesuitas. A la parte digamos que promovía la organización de los jóvenes la llamaban en esa época “inserción comunitaria” (Anna María Garza, entrevista, 2013)
La iglesia era el único espacio de libertad. Era donde yo tenía permiso para ir, no tenía permiso para ningún otro lugar que no fuera la escuela, pero la iglesia era un espacio de libertad, la capilla y la viejita -de esas viejitas de escapulario y de hábito- que convocaba a todos los niños y niñas de mi barrio nos dejaba hacer cualquier cosa en la iglesia. Entonces yo era feliz en la iglesia, teníamos nuestras sesiones y catecismo. Y fuimos formando un grupito… (Adela Bonilla, entrevista, 2013)
Fui parte de los primeros experimentos que se hacen después de Medellín, del Concilio Vaticano II, y que después aquí en Chiapas fue este movimiento de la Teología de la Liberación. Cuando yo tenía quince años fui a clases de matemáticas en la Parroquia del Refugio en la colonia Martín Carrera (Ciudad de México) con uno de los curas que era Maestro en Ciencias. Entre ecuaciones matemáticas terminé aprendiendo teología de la liberación y esta idea de que el prójimo no es un concepto en oración, sino son quienes viven en las cuevas y había que ir con ellos, que la gente no puede aprender si te están bailando los frijoles en el pizarrón. Para que fueran a la escuela no bastaba con rezarle a diosito, había que conseguirles zapatos, uniformes… (Martha G. Figueroa, entrevista, 2017)
Algunas de las mujeres entrevistadas trabajaron, consecuentemente, con las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) en la Ciudad de México y, al llegar a Chiapas, se vincularon con la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas. La Teología de la Liberación estaba fuertemente asentada en la entidad, es decir, había condiciones propicias para hacer un trabajo comunitario que, por lo demás, recorría América Latina desde fines de los años sesenta.
Las mujeres urbanas –a excepción de una de familia rural pobre–, nacieron y crecieron en la Ciudad de México u otras ciudades del norte del país. Pertenecían a sectores medios, lo cual equivale al goce de condiciones de vida favorables: educación pública de calidad, acceso a servicios de salud y la suficiente movilización que a veces facilitó su ascenso social. Padres y madres –en función de su pertenencia a una clase social media- podían aspirar a títulos universitarios o carreras técnicas, y en el horizonte de sus expectativas figuraba la educación de hijos e hijas. Si la generación de los progenitores de las mujeres urbanas que se asentaron en Chiapas no accedió siempre a la educación primaria o secundaria porque, a su vez, los abuelos no lo consideraban relevante, este pensamiento cambió en las ciudades. De hecho, había todo un cambio de época: la educación superior se consideraba un derecho o una oportunidad por igual para hijos e hijas. La educación universitaria –con fuerte contenido político para la época en cuestión, alentó así a estas mujeres a buscar la construcción de utopías.
Tanto la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y su sistema de Preparatorias y Colegios de Ciencias y Humanidades (CCHs), como la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y el Instituto Politécnico Nacional (IPN), fueron espacios académicos de formación de una generación de jóvenes buscadores de transformaciones sociales y ávidos de cambio. En tales espacios académicos, algunas entrevistadas iniciaron sus vínculos con procesos organizativos revolucionarios e incluso clandestinos en algunos casos. Pocas vivieron el movimiento estudiantil de 1968 o 1971, pero el impacto y los recuerdos sobre ellos reverberaban fuertemente entre todas.
A diferencia de la igualdad respecto del derecho a la educación, en el ámbito privado permanecían arraigados los roles de género. En las familias de estas mujeres urbanas, donde había hermanos y hermanas, la desigualdad entre los sexos estaba en relación con la responsabilidad del trabajo doméstico, el trabajo de cuidados y la libertad de acción de unos y otras fuera del hogar. En varias narrativas se destaca, y solo en una de ellas dice no haber vivido la desigualdad de género. La reflexividad crítica sobre tales desigualdades ocurrió en la adolescencia.
También encontramos como un común denominador la postura crítica frente al trabajo realizado dentro de las organizaciones políticas y/o las instituciones gubernamentales. Para dos de las entrevistadas el primer contacto laboral en Chiapas fue con instituciones gubernamentales, donde podían hacer trabajo comunitario, alejadas de prácticas burocráticas. Esto ocurrió sobre todo en el Instituto Nacional Indigenista (INI), donde, a contracorriente del peso paternalista y racista definido desde su fundación en 1948, era posible realizar acciones directas con comunidades y grupos sociales. Las mujeres con trayectoria política previa estaban habituadas a este tipo de trabajo, de manera que su inserción en instituciones como el INI fue, en principio, relativamente sencilla. Así fue como recorrieron diferentes puntos de la entidad. Muy pronto, sin embargo, a mujeres y hombres se les rescindió el contrato, o bien renunciaron por sí mismos, en un momento en que se buscaba desde la gubernamentalidad contrarrestar todo brote de rebeldía.
En las zonas Norte, Altos y Selva no había centros de salud, escuelas o carreteras. Para acceder al beneficio estatal, fue necesario desplazarse hacia comunidades mejor organizadas. Las comunidades tojolabales y tzeltales de la Selva Lacandona se encontraban más aisladas que el resto, era necesario viajar durante dos o tres días a caballo o a pie, o bien en lanchas o canoas. Las mujeres llegaron a estas zonas para hacer trabajo comunitario con campesinas e indígenas de diversos pueblos originarios. Es el caso de Yolanda Castro y Sonia Toledo. Otras lo hicieron en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, habitada por la población mestiza coleta y, a partir de los años setenta, por familias tsotsiles y tzeltales que eran desplazados de sus comunidades de origen, sea por razones religiosas o políticas. Finalmente, dos de las entrevistadas, Sonia Toledo (quien primero trabajó en el INI) y Anna María Garza, al insertarse en la academia chiapaneca en la segunda mitad de los ochenta, se hicieron especialistas de sus respectivas zonas de trabajo, Simojovel y San Pedro Chenalhó. En todos los casos, la estructura diocesana facilitó dicho trabajo comunitario.
Se ocuparon los espacios disponibles en la academia de Ciencias Sociales en Chiapas, emergente en los ochenta en Chiapas. El Centro de Investigaciones y Estudios en Antropología Social (CIESAS), el Centro de Estudios Indígenas y la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH) fueron lugares donde se insertaron algunas mujeres que optaron por la vida académica y la investigación social comprometida. Desde 1970 se tenía la idea de hacer de las Universidades y la educación en general servicios para la sociedad, fortaleciendo mediante ellas los procesos comunitarios. 3
Realizar investigaciones desde una perspectiva nueva fue un gran logro para la academia en aquellos años, se quería que sirviera “para algo”, “para alguien”. Los sujetos –que pasaron de ser objetos de estudio a sujetos– eran de las comunidades indígenas campesinas y “la mujer indígena” quien emergió como un sujeto privilegiado en el análisis. En el Centro de Estudios Indígenas (Instituto de Estudios Indígenas) se impulsaron los primeros estudios sobre mujeres y junto a la Facultad de Ciencias Sociales de la UNACH se realizaron los primeros seminarios acerca del tema de la mujer.
En el Centro de Estudios Indígenas se formuló un proyecto de historia oral que intentaba conocer la “perspectiva de la mujer”. Para ello, se hicieron seminarios de estudio entre las mismas académicas para discutir cómo trabajar el tema de las mujeres. Y dado que no se trataba de estudios sin fines sociales, fue en la UNACH donde las académicas Sonia Toledo, Ana María Garza, la exiliada guatemalteca Walda Barrios y otras organizaron a mediados de los ochenta el Primer Encuentro de Mujeres Campesinas. La organización del evento fue sencilla porque ya se contaba con trabajo comunitario en la zona Norte y en la Altos, además de que el contacto con la Iglesia católica y su estructura facilitaba mucho la labor de convocatoria:
En sus considerandos del reglamento interno [se refiere al Centro de Estudios Indígenas, las autoras], se hablaba de que era “un instituto fundamentalmente de proyectos participativos”, o sea, se impulsaba eso. Todavía se estaba en ese ambiente, en el que lo participativo era una de las cuestiones importantes. Y entonces, en ese sentido, un Encuentro de Mujeres era un trabajo académico. (Ana María Garza, entrevista, 2013).
Por otro lado, quienes militaban en sus organizaciones políticas de corte revolucionario, contaban para entonces con un punto de vista crítico hacia la estructura, las jerarquías, los métodos y forma de operar de éstos. Es en ese momento cuando las partisanas se retiraron de las organizaciones a las que pertenecían, para trabajar con mujeres y para mujeres.
Todas buscaban espacios políticos y vitales alternativos; fue así que pasaron de las instituciones gubernamentales a la generación de espacios propios (las asociaciones civiles durante los noventa) o a la academia. La creación de organismos no gubernamentales o asociaciones civiles durante la década de 1990 responde a la búsqueda de utopías no revolucionarias, pero sí con la perspectiva de un trabajo político novedoso, impulsor de procesos organizativos de base –con grupos comunitarios–, y que a la vez funcionara como fuente de ingresos. El proyecto como medio de vida devino en algo fundamental, en el contexto del progresivo deterioro de las condiciones materiales de vida de la población de clase media y por la falta de oportunidades laborales. Desde 1982, con el ascenso del presidente Miguel de la Madrid Hurtado, se empezaron a aplicar políticas de ajuste estructural que, en los hechos, significó desempleo, fuertes topes salariales y un deterioro progresivo del salario. Esta situación económica, en paralelo al impulso de políticas de apoyo a proyectos dirigidos a mujeres desde los organismos y las fundaciones internacionales, están detrás de la formación de organismos no gubernamentales de mujeres y mixtas en todo el país.
El fenómeno de la llamada “institucionalización” del feminismo no se analiza en este trabajo porque es un tema aparte, pero sobre todo porque en este primer momento lo más importante es la visibilización de las mujeres y su construcción como sujeto político del feminismo. Ciertamente, los organismos no gubernamentales nacientes resultaban inusuales y generaron dudas al inicio porque “la militancia no se pagaba”, pero el trabajo comunitario con los grupos indígenas, en particular las mujeres, se hacía por una fuerte convicción política. Como lo dijera el sociólogo Max Weber no se vivía de la política, se vivía para la política.
El espíritu social revolucionario y las energías transformadoras que se vivieron en México desde la primera mitad de 1970 hasta 1985, seguramente son irrepetibles. Desde luego, no se trataba de un fenómeno exclusivo de México. Para Chiapas los movimientos guerrilleros de Guatemala, Nicaragua y El Salvador eran significativos, mientras que la Revolución Cubana, aunque ya había quedado atrás, seguía siendo un referente que generaba todo tipo de aspiraciones políticas. En 1980, la población de Guatemala que se refugiaba en la frontera con Chiapas como producto de la guerra que tenía lugar en ese país, abrió una posibilidad de trabajo comunitario directo: un frente distinto a este otro del que nos ocupamos. Vale la pena mencionarlo porque hombres y mujeres provenientes de otros estados, igualmente se apostaron en esa frontera para impulsar proyectos de distinta índole, educativos, de salud, de conocimiento de derechos, entre otros. Mujeres extranjeras -españolas, francesas- se involucraron en el apoyo y la organización de las familias guatemaltecas que huían del conflicto bélico. Después de esta experiencia, –y una vez firmados los Acuerdos de Paz en Guatemala y del retorno de las familias–, poco a poco varias personas se trasladaron a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas para emprender otras acciones organizativas con los pueblos indígenas. La década de 1980 es, en varios sentidos, de una transición política de largo aliento, sin duda alguna para el feminismo en la entidad.
El sujeto político del feminismo y la transformación de la política
Mujeres involucradas en organizaciones clandestinas viajaron a otros estados de México como Monterrey, un estado preferido para el trabajo en colonias populares del que viene el apelativo “norteños” para referirse a un grupo de personas, que se internaron en la Selva Lacandona durante 1970 para organizar a las comunidades indígenas. Tras esta experiencia, tanto como la familiar, se tenía un discurso distinto: empezaron cuestionar las relaciones de poder dentro de las mismas organizaciones comunistas o socialistas.
Se trata de un discurso que reivindica a las mujeres para visibilizarlas: como un sujeto histórico y político, con demandas y organizaciones propias. Con ello, la política se empezaba a modificar en varios sentidos. Tal discurso abría un nuevo horizonte político, el de las mujeres como mujeres. Pensar desde las mujeres, hacerlo desde sus problemáticas y demandas propias, así como desde su condición y posición dentro de las familias y de las organizaciones políticas, una vez que se militaba en ellas: en ello consistía la innovación política.
Caminé por todos lados en el municipio [refiere sus primeros años en Chiapas, las autoras], empecé a entender. En todo ese proceso entre militancia y trabajo me topé con mucha gente, muy dispar… Unos con militancia política, otros sin militancia, pero todos con una suerte de rebeldía que no sabíamos necesariamente hacia dónde canalizarla. Y todo ese tiempo con el interés de buscar espacios para mujeres, sin tampoco tener muy claro por dónde, hicimos un tallercito con mujeres campesinas (Ana María Garza, entrevista, 2013).
Llego a Chiapas con toda la serie de críticas, por supuesto, de mi parte y de otras compañeras más en cuanto hacia la actuación de las mujeres y el lugar de las mujeres en la organización. Yo decía: “estos son mis príncipes rojos, no príncipes azules”. Porque son los que mandan; del trabajo doméstico y de la crianza de los hijos, incluso del sostenimiento familiar no se ocupan, de nada de eso. Mucha revolución, pero fuera de la casa y adentro nada. Había muchas críticas de todo un grupo de mujeres dentro de la organización hacia todo el quehacer y cómo se veía una nueva sociedad con nuestros compañeros y una diferencia muy grande entre ellos y nosotras (Adela Bonilla, entrevista, 2013).
La otra cosa era el asunto de que como mujer ¿cuál fue la comisión que me impusieron? Que me hiciera cargo de la comida. ¡En mi vida había cocinado! Siempre en mi casa había tenido casa, vestido y sustento, yo no hacía la comida. Cuando yo llegué a trabajar al Instituto Nacional Indigenista (INI), andaba en las comunidades; ni siquiera tenía una casa con cocina. Andábamos en las comunidades, comíamos en las comunidades, o sea, ni idea de la cocina. Y yo llegué [a la organización, las autoras]… ¿por qué me encargan a mí eso?, ¡yo no sé cocinar! (Sonia Toledo, entrevista, 2013)
En tal marco, se cuestionaban las relaciones sociales entre mestizos y campesinos, por un lado, y la condición de las mujeres, por otro. Respecto a las primeras, destaca: “algo que me parecía muy evidente era cómo los no indígenas decían que los compañeros, los inditos, como no entienden, vamos a explicarles” (Sonia Toledo, entrevista, 2013). No estuvieron mucho tiempo en sus organizaciones mixtas, porque “de esas militancias… y en parte por una serie de contradicciones que aunque no supimos en su momento –por lo menos yo– expresar de otra manera, la manera de expresarla fue: “me salgo”. Y por eso era el doble entusiasmo, porque encontrábamos al fin un espacio para nosotras”. (Adela Bonilla, entrevista, 2013)
Yolanda Castro y Adela Bonilla se reivindicaban feministas desde aquella época. Como estudiantes en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), se sumaron al seminario de las profesoras Walda Barrios y Leticia Pons. Walda Barrios Klee fue la primera formadora de mujeres jóvenes interesada en hacer investigaciones sobre mujeres. El grupo Taller Antsetik organizó seminarios para reflexionar respecto de temas de mujeres y creó una revista que, si bien tuvo corta vida, fue la primera dedicada a ellas. La revista se llamaba Antsetik, “mujeres”, en el idioma tzeltal.
Ser feminista significaba cuestionar las relaciones sociales entre hombres y mujeres y asumir su propia opción sexual distinta –como entonces se la llamaba– de manera pública. El arribo de Yolanda Castro a Chiapas lo hizo junto a su compañera Gina Molina quien se ocupaba del diseño de anuncios y carteles de las conferencias, proyecciones de películas y recitales de poesía. Gina Molina fue así la primera diseñadora gráfica feminista. Ambas fundaron “La Troje”, una cafetería en el centro de San Cristóbal de las Casas, que se convirtió en un espacio público importante, si bien no duradero, donde se reunían mujeres y hombres para divertirse, hablar de su trabajo comunitario, planear acciones, etcétera. Fue ahí donde las mujeres urbanas empezaron a reunirse para organizar las movilizaciones en contra de la violencia sexual.
Si bien en un inicio, la economía familiar de grupos campesinos e indígenas constituyó una base fundamental sobre la cual construir otros proyectos, pocas mujeres siguieron esta línea de trabajo debido al alto grado de involucramiento y constancia que supone la capacitación y acompañamiento de mujeres indígenas en su vertiente económica o productiva. De todas las asociaciones civiles formadas en un periodo de casi cincuenta años, sólo dos pueden ser identificadas como impulsoras de proyectos productivos emprendidos por mujeres u hombres: DESMI, A. C., ya mencionada, y K’inal Antsetik, A.C., fundada por Yolanda Castro y Micaela Hernández, entre otras, en el año de 1995, cuyo trabajo de asesoría en producción y comercialización de artesanías de mujeres indígenas inició en 1991.
Otras emprendieron su labor en lo que reconoceríamos después como el feminismo civil, las primeras fueron quienes impulsaron y se congregaron de modo permanente en el Grupo de Mujeres de San Cristóbal o Colectivo Encuentro entre Mujeres (COLEM), convertido pronto en un organismo no gubernamental especializado en la atención y defensa de mujeres víctimas de violencia. Una de las fundadoras del grupo recuerda que en la práctica aprendieron que no podían limitarse a la violencia sexual, sino que tenían que abordar también la “violencia doméstica”, como entonces se la llamaba, lo que las llevó a atender no solo a mujeres indígenas, sino también mestizas y extranjeras.
“Ustedes me hicieron feminista”, dice la abogada que formó parte del COLEM en ese contexto de movilizaciones:
Ya con esas dos [la abogada y una médica] ya se había formado la primera Agencia de Delitos Sexuales, antes incluso que en el Distrito Federal. Y el gobernador ese día le dice al procurador “redáctame un acuerdo en que yo creo la primera agencia de delitos sexuales”. Y yo quedo nombrada… Y yo les decía no, no, no, ¿y yo qué voy a hacer aquí? Si yo trabajo del otro lado del escritorio. Y las compañeras me decían “no, pues ya estás aquí” y todas “sí, sí acepta” y dice el gobernador “¿acepta?”. Es una propuesta que ni él pensó ni nosotras tampoco lo que iba a resultar, pero es la experiencia única y primera de cómo de un movimiento social sale una política de atención pública como fue la Agencia Especializada, y en la que es nombrada gente del mismo movimiento (Martha Figueroa, entrevista, 2012).
Por otra parte, muy pocas reconocían el derecho a la opción sexual distinta. En la incipiente organización no había posibilidad de discutirlo en ninguna reunión colectiva en la que confluyeran todas las mujeres urbanas, por ejemplo, en el contexto de las movilizaciones contra la violencia sexual. Esto condujo a una ruptura al interior del Grupo de Mujeres de San Cristóbal o Colectivo Encuentro entre Mujeres (Colem) que se había formado durante las reuniones contra la violencia sexual (1989- 1990). Martha Figueroa Mier, Adela Bonilla, Elizabeth Pólito, Graciela Freyermuth, Aída Hernández, Ana María Garza, Guadalupe Cárdenas, Laura Miranda y muchas otras formaron parte de COLEM en su primera etapa de vida. Dicha organización es un importante referente de la época y de varios años después. De aquí se desprendió un grupo que abogaba explícitamente por el feminismo y por considerar la clase social y la opción sexual distinta en su trabajo político. Esto último con independencia de si eran o no lesbianas.
Así surge la Colectiva de Mujeres en Lucha (COMAL); “Citlalmina” fue el nombre que asumieron quienes renunciaron al Grupo de Mujeres. Adela Bonilla, Yolanda Castro, Georgina Molina, Julieta Hernández, Gabriela Rabenbauer, Jules Falquet, entre las más importantes, dan cuenta de este grupo que -como el COLEM en su larga vida-, transitó por diferentes momentos donde no siempre estuvieron todas ellas. Posiblemente, entre quienes habían tenido experiencias de militancia política (en el preciso momento en que se empezaba a luchar contra la violencia sexual de género), las percepciones y convicciones políticas en torno a la clase social, se encontraban junto a esta nueva prioridad: las mujeres, o incluso por debajo de estas nuevas prioridades. Una configuración interseccional intuitiva, en todo caso, apenas se vislumbraba teóricamente, si bien en las prácticas políticas era la norma.
En un trabajo previo (Castro y Castro, 2018) se reflexiona que la COMAL, a diferencia del Grupo de Mujeres, no logró sostenerse en el tiempo debido a que no buscaban hacer de ella un medio de vida, es decir, percibir salarios por el trabajo realizado. Ciertamente, elaboraron un proyecto que consiguió financiamiento con lo que abrieron una oficina durante algunos meses, pero no se propusieron mantener la búsqueda de recursos para emprender actividades. En cambio, cada integrante volvió a sus actividades específicas: Julieta Hernández a la docencia y el sindicato magisterial, Yolanda Castro como asesora de la más grande cooperativa de mujeres artesanas, Adela Bonilla a la coordinación del Área de Mujeres en un organismo no gubernamental (Chiltak, A.C.), las extranjeras a sus países de origen. Pese a su corta vida, las integrantes de la COMAL siguieron cursos organizativos dispares, pero donde desarrollaron fuertemente sus liderazgos.
Ellas han impulsado una serie de procesos organizativos mixtos y de mujeres que las ubican no solo como las fundadoras del feminismo popular y e indígena, sino también como una de las pocas que han sostenido un trabajo de base durante tres décadas.
Finalmente, está el periodismo crítico naciente. En tierra de nadie, sobre todo en las comunidades más aisladas, como las de la Selva, cualquier arbitrariedad estatal era posible porque no se la veía ni nadie podía dar cuenta de ello. No había manera de “cubrir la fuente”, como se dice en el argot periodístico. Esto fue posible gracias a las periodistas pioneras, quienes incluso exponían sus propias vidas al cubrir la fuente. El periodismo con visión de género o el periodismo feminista tiene sus orígenes aquí, cuando la periodista Candelaria Rodríguez recorre el territorio de la Selva para presenciar desalojos policiales y contribuye a la fundación de medios donde las mujeres son el sujeto de la noticia principal. El hecho de cubrir la nota y publicarla en medios impresos alternativos tiene un impacto en la acción estatal:
La presencia de periodistas también cambia el rumbo de los acontecimientos, el operativo de desalojo no se produce finalmente en esta última comunidad porque ven que yo está ahí… Y como ese intento de desalojo me tocó experimentar otros tantos, recuerda que en esa comunidad específica había mujeres, hombres, ancianos, niños y los trataban como bultos, los empujaban como si fueran bultos. A mí se me acercaban varias personas y me decían: “¿no nos van a desalojar verdad?” Era una comunidad asentada entre territorios “recuperados”. Y yo decía no lo sé, no lo sé. Y al final no desalojaron esa comunidad, no recuerdo su nombre… Habría que ver qué pasó con esa comunidad que tenía 15 años ocupando ese lugar, ya tenían una iglesia, ya habían hecho alguna pavimentación y ya estaba todo. Y llevaban máquinas para arrasar con la comunidad (Candelaria Rodríguez, entrevista, 2015).
Documentar el acontecimiento contribuyó a un cambio importante en la construcción de la noticia, en su difusión, en el hecho de poder contar con otras miradas y otras historias. Candelaria Rodríguez es fundadora del periodismo con visión de género y el periodismo feminista que ha posibilitado la visibilización de las mujeres en medios de comunicación, así como a la difusión de una perspectiva que analiza las relaciones de poder entre hombres y mujeres y reivindica demandas, derechos y libertades femeninas. Un periodismo que se ocupa de contar otras historias donde las protagonistas son las mujeres, realizada por mujeres.
En suma, estamos en un momento en que se configura y consolida rápidamente una política específica, las mujeres se constituyen como sujeto político de un incipiente movimiento social con demandas propias, que lleva a fundar organizaciones formadas por y para mujeres o, si acaso, mixtas, con una agenda determinada que refleja sus intereses propios. “Intereses de las mujeres”: por más cuestionable que esto pueda resultar, en ese primer momento la lucha contra las violencias a las mujeres se erige en un interés común. Una demanda vigente, por lo demás. Estrategias y alianzas se definirán en los años venideros y definirán las vertientes del feminismo sobre la base de un fuerte trabajo con la subjetividad como motor político (Serret, et. al., 1991).
Reflexiones finales
El discurso de los derechos y la ciudadanía es incipiente en este contexto; era un discurso nuevo que nacía mientras los discursos comunista y socialista se agotaban, es decir, cuando éstos se encontraban en un cierre no definitivo, pero sí en el proceso de convertirse en un discurso marginal de pequeños grupos. ¿Qué hizo posible el cambio que convirtió el discurso de los derechos y la ciudadanía, la democracia y la libertad política en valores dominantes y en el nuevo consenso básico? La respuesta rebasa los objetivos de este trabajo, pero no cabe duda que la represión de los movimientos estudiantiles de 1968 y de 1971, así como la llamada «Guerra Sucia» en toda la década de los setenta contra liderazgos femeninos y masculinos, jugaron un papel importante. Fue una construcción de un consenso político básico a gran escala, en toda América Latina, para cuya comprensión es muy útil la obra de Norbert Lechner (1990): de la revolución a la democracia, de la hegemonía de un pensamiento y una política práctica determinada a la hegemonía de otro. Entre las mujeres organizadas el paso consistió de la revolución socialista a la revolución feminista: una novedad mayúscula que, por añadidura, no se limitaba a ese nuevo discurso.
Se configuraba así con claridad el sujeto político “mujeres” con espacios públicos, organizaciones, estrategias, alianzas, demandas e incluso medios de comunicación propios. Las mujeres mestizas empezaron a trabajar sobre todo con campesinas e indígenas, pero también se empezaron a organizar entre ellas para atender la violencia contra las mujeres, ámbito en el que descubrieron que todas las mujeres con independencia de la clase social, la raza, la nacionalidad, vivían esa situación y compartían otros elementos en su condición de género. El trabajo político fue como entrar a un espacio rodeado de espejos donde las mujeres se encontraban, debatían en pequeños “grupos de autoconciencia” inspiradas en la educación popular y algunas en el feminismo radical estadounidense. De esa manera, el sujeto privilegiado con quienes se trabajaba eran sobre todo indígenas, esto es, mujeres trabajando con mujeres.
El impacto de largo plazo de su trabajo debe observarse a lo largo de los años, en la creación de organizaciones de mujeres indígenas, la promoción de una toma de consciencia respecto de las violencias, o bien la importancia del trabajo económico propio y su valor para el desarrollo familiar y comunitario, el conocimiento y la defensa de los derechos propios a través de diversas estrategias, entre muchas otras cosas.
Si el “feminismo”, como concepción teórico-política, no se aceptaba del todo en esa década, poco a poco se fue identificando por todas ellas como la política propia desde la cual transformar las relaciones sociales de género entre hombres y mujeres, marcadas por desigualdades históricas, en todos los ámbitos vitales.
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1 Trabajo de análisis hemerográfico interrumpido en el año 2020 por la pandemia del virus SARS-Cov-2 y la Covid-19, que obligó al cierre de escuelas, bibliotecas y centros públicos diversos.
2 Es sintomático que, mientras más mujeres ocupan el cargo de alcaldesas, no se hable de “primer caballero” o algo parecido. Ahí donde mujeres ganan alcaldías y gubernaturas de los estados, ha habido necesariamente un rediseño institucional, en este caso de la presidencia del DIF. A nivel federal, unos días después de ganar las elecciones presidenciales Andrés Manuel López Obrador, el Secretario de Salud designado para ocupar este cargo, Jorge Alcocer, anticipó que el Sistema Nacional del DIF no sería ya presidido por la esposa del presidente, Beatriz Müller (El Financiero, 15 de julio de 2018). Otro signo de cambio de época, ya perfilado en sexenios previos. A medida que las mujeres conquistan espacios públicos se debilitan (no desaparecen) estereotipos femeninos.
3 Aunque no nos ocupamos aquí de este tema, vale la pena mencionar que en la década de 1980 también se localizan las primeras publicaciones acerca del tema de la mujer (Toledo, 1986; Olivera, 1979).