Ciberviolencia de género en redes sociales. Sus tipos, trampas y mensajes ocultos

Gender cyber violence on social networks. Its types, traps and hidden messages

Resumen

El artículo constituye un acercamiento al fenómeno de la ciberviolencia de género, señalando sus principales características, tipos y su vínculo con las condiciones estructurantes de la sociedad generizada. En pos de ello, acudimos a la reflexión teórica sobre el modo en que la violencia de género encuentra cabida y se resignifica en el actual contexto tecnológico, particularmente en las plataformas de redes sociales, teniendo en cuenta el carácter colectivo, público y expresivo que suele adoptar en estos espacios y la forma en que se expresa como un continuum de la violencia de género normalizada en los sistemas sociales de dominación masculina, que se reproduce, renueva y reorganiza por medio de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TICs).

Palabras claves Ciberviolencia de género, sociedad generizada, TICs, redes sociales.

Summary

The article constitutes an approach to the phenomenon of gender cyber violence, its main characteristics, types and its link with the structuring conditions of the gendered society. In pursuit of this, we turn to theoretical reflection on the way in which gender violence finds a place and its resignified in the current technological context, particularly in social networks, taking into account the collective, public and expressive character that it usually takes in these spaces and the way it is expressed as a continuum of normalized gender violence in the social systems of male dominance, which is reproduced, renewed and reorganized through Information and Communication Technologies (ICTs).

Key words: gender cyber violence, gendered society, ICTs, social networks.

Pensar la ciberviolencia. Encuadre inicial

Según el informe “Digital 2021: Global Overview Report”, recientemente presentado por las plataformas We Are Social y HootSuite, de los 7.83 billones de personas que habitamos el planeta, 4.66 billones somos usuarios de internet y 4.20 billones somos usuarios activos de las redes sociales, a la vez que pasamos, como promedio, seis horas y 54 minutos conectados diariamente a la web (Kemp, 2021).

Desde el surgimiento de ARPANET1, a fines de la década del 60 del siglo XX, internet ha transformado la vida humana y las comunicaciones como ningún otro avance de la ciencia y la tecnología. De acuerdo con el sociólogo español Manuel Castells (2001), internet es hoy el tejido de nuestras vidas: así como la electricidad en la era industrial, internet es el corazón de la era actual.

La aparición de la web 2.0, web social o segunda generación de internet2, a inicios del siglo XXI, convirtió al espacio virtual en una plaza dinámica y accesible, lo cual revolucionó las prácticas cotidianas de sociabilidad entre las personas y trajo consigo nuevas maneras de aprender, comunicarse y coexistir a través de las redes electrónicas. La acción humana se ha visto profundamente afectada por esta nueva tecnología que permite, por primera vez, la comunicación inmediata, de muchos con muchos, en cualquier momento y a escala global, ya que facilita la hiperconectividad, la ubicuidad, la co-presencia y la multiplicidad y simultaneidad de conexiones y canales de interacción (López y Torres, 2018).

En este escenario, las plataformas sociodigitales aparecen como una promesa de comunicación horizontal, global, libre y no controlable, lo cual supone una oportunidad significativa para el ejercicio de derechos como la libertad de expresión, información, asociación, reunión, entre otros; pero, al mismo tiempo, representan una amenaza latente: disminuyen los costos del acoso y facilitan el control y la censura, a la par que permiten que las desigualdades sociales y los esquemas y prácticas de discriminación tradicionales se traspasen hasta el mundo online, con sus particularidades y problemas inherentes. A tono con esto, la sociabilidad virtual se ha hecho eco de la tradicional asimetría de poder existente en las relaciones entre hombres y mujeres, y la violencia de género ha permeado los escenarios virtuales, encontrado en ellos infinitas posibilidades de expansión y renovadas formas de expresión.

Varios factores disparan las alarmas respecto a este fenómeno: el hecho de que las mujeres y ciertos varones feminizados -en base a factores de discriminación y opresión diversos, que generalmente se intersectan, como la identidad y la orientación sexual, el nivel socioeconómico y el color de la piel- se vean afectados de forma desproporcionada por la discriminación y la violencia en línea (Estébanez, 2018); los conocimientos de las consecuencias psicológicas, sociales y físicas de esta violencia que trascienden el universo virtual y se expresan en la vida fuera de la web; y el hecho de que, quienes ejercen la violencia en los entornos digitales –hombres en su mayoría- generalmente sienten que sus acciones están justificadas, en tanto forman parte de sus derechos-privilegios, autorizados y naturalizados por una ideología de superioridad, hegemonía o dominación masculina, sustentada en tradiciones culturales patriarcales y frecuentemente misóginas (Connell, 2003).

Para Rosa Cobo (2007), ninguna forma de violencia de género está desvinculada del sistema de dominio masculino, sino que, por el contrario, es indispensable para la producción y reproducción de ese sistema: el poder no cursa sin violencia, y el patriarcado en tanto sistema de dominación masculina es un grande y vigente sistema de poder (Ibídem).

Entender la ciberviolencia de género en toda su complejidad supone, por tanto, tomar en cuenta varios factores: en primer término, implica considerar las fuentes de las que se nutre, principalmente esta ideología de superioridad masculina de la que habla Connell (2003), que a lo largo de la historia humana ha afectado presencialmente a las personas de todo el mundo, en mayor o menor grado, y que recientemente ha alcanzado el espacio virtual; en segundo lugar, distinguir los rasgos específicos que adopta la violencia de género a la luz del hecho tecnológico y las principales formas en que se expresa en las redes sociales; y, por último, deconstruir algunos estereotipos en torno a la supuesta inmaterialidad e inofensividad de esta práctica – que supuestamente se queda en el ámbito virtual-, y señalar algunas de sus secuelas reales que se manifiestan fuera del mundo virtual.

Redes sociales y violencias

Las redes sociales se inscriben en el conjunto de medios sociales, entendidos como un grupo de aplicaciones basadas en Internet que se desarrollan sobre los fundamentos ideológicos y tecnológicos de la web 2.0, y que permiten la creación y el intercambio de contenidos generados por el usuario (Kaplan y Haenlein, 2010), que pasa de ser consumidor de la web a interactuar con ella y con el resto de los usuarios, de múltiples formas. Para Verdejo (2015), el concepto de medios sociales hace referencia a un gran abanico de posibilidades de comunicación como blogs, juegos sociales, foros, microblogs, mundos virtuales, sitios para compartir videos, fotografías, música y presentaciones, marcadores sociales y redes sociales, entre otros.

Como tendencia, las redes sociales han sido definidas a partir de los perfiles relacionales que los usuarios pueden construir en su interior (Kaplan y Haenlein, 2010). En ese sentido, es común escuchar que operan en tres ámbitos de forma cruzada, conocidos como las tres “C” de las redes sociales: comunicación, en tanto nos permiten poner en común información y conocimientos; comunidad, puesto que nos ayudan a buscar y a integrar comunidades, que se sostienen sobre la conectividad y la cultura de la participación; y cooperación, ya que estimulan prácticas colaborativas y favorecen la realización de actividades conjuntas entre las personas y grupos.

La distinción entre las redes sociales y otros medios sociales que también facilitan el contacto entre los usuarios radica, fundamentalmente, en sus objetivos de base: mientras que las primeras tienen como principal objetivo entablar la relación entre las personas, el establecimiento y sostén de vínculos, el propósito de otros medios con funcionalidades sociales no es gestionar las redes de contactos, aun cuando lo permitan de forma complementaria (Ibídem).

A tono con esto, cuando aludimos al concepto de redes sociales, entendemos como tal a aquellas plataformas de servicios colaborativos basadas en la web 2.0, cuyo fin es la creación de comunidades en línea (Orihuela, 2008), que les permiten a los sujetos relacionarse, pertenecer, crear y compartir información, coordinar acciones y mantenerse en contacto. Así, se erigen como un cauce mediante el que se agrega y comparte nuestra actividad, como una nueva forma en la que se representa nuestra red social y como un espacio en el que se construye nuestra identidad (Ibídem).

Las redes favorecen nuevas formas de interacción y nuevos vínculos que trascienden los lazos presenciales y las personas conocidas en el mundo físico. Las posibilidades de inmaterialidad y performatividad que traen aparejadas han estimulado, al decir de Albornoz (2008), la desinhibición y el contagio colectivo en la exposición pública de nuestras propias vidas, y la relajación de los límites tradicionalmente impuestos a la intimidad y la privacidad. A la par, han modificado -nos atreveríamos a decir que han relajado- muchos significados y conductas asociados a las relaciones de amistad y los conceptos de riesgo y verdad, de tal suerte que cualquier internauta desconocido puede ser un potencial amigo, la percepción del riesgo se distorsiona/disminuye y las verdades se construyen más allá de su correspondencia con los hechos.

En este contexto, las redes abren un abanico de oportunidades para el ejercicio de violencia: permiten el incremento de la audiencia, dada su capacidad para llegar a públicos amplios, variados y dispersos; posibilitan que las agresiones y el acoso se ejerzan y expandan mucho más rápido que en el mundo offline; favorecen su repetición con la participación de muchas personas a la vez; y le otorgan un carácter imperecedero, en tanto los contenidos que se publican y comparten a través de ellas permanecen visibles/accesibles por tiempo indeterminado, lo que implica procesos sistemáticos de revictimización. A su vez, la posibilidad de anonimato ofrece garantías al agresor, en tanto minimiza el riesgo de sanción en un ambiente de por sí poco regulado. Por último, la noción de la víctima también ha cambiado al calor de la sociabilidad virtual: aún sin hacer uso de las tecnologías o tener presencia en las redes, cualquier persona puede llegar a ser blanco de agresiones en línea.

Estas “potencialidades” para el acceso a los sujetos y la divulgación/viralización de contenidos en el entorno digital han favorecido la expresión, reproducción y redefinición, en internet y, especialmente en los sitios de redes sociales, de las formas conexas de discriminación y los modelos patriarcales que dan lugar a la violencia de género en nuestras sociedades (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018). Entender dicha problemática, implica entonces considerar el trasfondo ideológico, histórico, sistémico y cultural que sustenta y justifica la violencia de género, y que ahora se desplaza a los nuevos escenarios de comunicación en línea.

Ciberviolencia de género

La violencia de género concierne a todos los actos u omisiones mediante los cuales se daña, discrimina, ignora, somete y subordina a una persona por razones relacionadas con el género o por transgredir los modelos hegemónicos de lo femenino y lo masculino (Valdés, et al., 2011). Esta violencia está arraigada en los discursos de feminidad y masculinidad y en el lugar que ocupan los hombres y las mujeres con relación a sí mismos y a otros grupos de mujeres y hombres (Ibídem), y se cimienta en relaciones de poder asimétricas, vinculadas de diversas formas con diferentes estructuras de dominación en los ámbitos micro y macrosocial (Ferrándiz y Feixa, 2004), donde una de las partes se cree superior a la otra y, como tal, busca someter a quien o a quienes considera inferior/es. La lógica subyacente en este desbalance de poder es la dominación del más débil y, por lo tanto, escogido no al azar, sino de manera intencional, con el objetivo premeditado de causarle daño.

Esta violencia es primordialmente ejercida sobre las mujeres, por la posición de inferioridad y subordinación que en el contexto de patriarcado se les ha asignado en relación con los hombres, pero también sobre los varones que trasgreden el orden social generizado y la heteronormatividad. De tal forma, la violencia de género trasciende a la violencia contra la mujer, debido a que, si bien el patriarcado moderno se constituyó a partir de un pacto interclasista y meta-estable, donde el poder se organizó como patrimonio del genérico de los varones, no todos los pactantes firman hoy el contrato en igualdad de condiciones (Amorós, 1992). A tono con esto, es común la exclusión y subordinación, en ese pacto, de un conjunto importante de varones que, en el marco de los imaginarios vigentes, se marginalizan en los términos inferiorizados de la posición-mujer (Femenías y Soza, 2009) y sufren, en consecuencia, la violencia de género.

En la explicación de este fenómeno cobra sentido el concepto de feminización simbólica propuesto por Celia Amorós (1996): para esta autora, una característica de nuestra sociedad actual es la feminización de ciertos varones, fundamentalmente representantes de las masculinidades subordinadas (Connell, 2003), miembros de grupos estigmatizados y relegados que mantienen relaciones desiguales en el conjunto de la masculinidad, en función de factores de discriminación diversos -entre los más importantes figuran la preferencia sexual, el color de la piel, la diversidad funcional y la clase social-. Se trata de varones que han perdido la mayor parte de los dividendos del patriarcado y se convierten, por tanto, en diana de señalamientos, cuestionamientos, amenazas y agresiones.

En este contexto, y en consonancia con la definición de violencia de género mencionada, la ciberviolencia de género comprende todos los actos de violencia ejercidos contra cualquier persona o grupo de personas sobre la base de su orientación o identidad sexual, sexo o género; cometidos, instigados o agravados, en parte o totalmente, por el uso de las TICs; que impactan negativamente su identidad y bienestar social, causan daño psicológico y emocional, refuerzan los prejuicios y plantean barreras a la participación de las personas en la vida pública (Asociación para el Progreso de las Comunicaciones, 2015).

Cuando hablamos de ciberviolencia de género, entonces, aludimos a las disímiles formas en que, a través de las TICs, se pretende causar o se causa daño a una o varias personas, con el objetivo de preservar o reforzar la dominación masculina y mantener la subordinación femenina mediante los pactos patriarcales en pos de la desigualdad y la opresión de género.

En el marco de la masculinidad hegemónica y la heteronormatividad, tanto las mujeres como cualquier hombre que se sitúe al margen de los mandatos de género socialmente aceptados, se convierten en un colectivo vulnerable de sufrir violencia de género, no solo en los escenarios reales sino también en los virtuales. Así, en la red se difunde la estructura social jerarquizada y discriminatoria, basada en el género, favoreciendo la reproducción y consolidación de los estereotipos que perpetúan un statu quo de dominación de varones hegemónicos sobre las mujeres y los varones feminizados.

Contrariamente a la percepción de que la violencia en la web se queda en la web, las agresiones virtuales son vividas tanto a nivel subjetivo, puesto que pueden generar miedo, desorientación, aislamiento, depresión, frustración y/o rabia, entre otras reacciones, en la víctima; como corporal, porque las secuelas psicológicas que generan tienen consecuencias a nivel físico (Vergés, 2017), y porque las agresiones en línea pueden fomentar ataques fuera de la red, subrayando la interacción existente entre lo online y lo offline. Asimismo, la violencia digital tiene efectos directos en nuestra relación con las TICs, que van desde la autocensura y el acceso en desigualdad de condiciones hasta la pérdida de confianza en el entorno.

A la par, esta problemática plantea una doble dimensión de la violencia: social y cultural, porque vivimos en sociedades patriarcales regidas por normas y valores que condicionan el modo en que las personas entienden o interpretan las violencias de género; y político y legal, porque la gobernanza, transparencia y modificación del código detrás de las plataformas sociodigitales está en manos de las empresas que lo desarrollan, y también porque muchas de las instancias legales encargadas de aplicar las legislaciones vigentes y las medidas de protección son violentas y patriarcales (Ibídem).

De acuerdo con el “Informe de la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias acerca de la violencia en línea contra las mujeres y las niñas, desde la perspectiva de los derechos humanos”, presentado en 2018 ante las Naciones Unidas, las diferentes manifestaciones de violencia digital -así como sus consecuencias- guardan una estrecha relación con el género, habida cuenta de que las mujeres sufren un estigma particular en el contexto de la desigualdad estructural, la discriminación y el patriarcado, que por cierto, también afectan su acceso y relación con la tecnología3 (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018).

Según un reporte de la organización Working to Halt Online Abuse (WHOA, 2012), durante la primera década del siglo XXI, el 80% de las víctimas de acoso a través de internet fueron mujeres, y dos tercios de los agresores fueron hombres. En 2015, un reporte de la Broadband Commission for Digital Development (2015) planteaba que, para esa fecha, el 71% de los acosadores en línea eran hombres y que las mujeres teníamos 27 veces más probabilidades que los varones de ser blanco de violencia digital.

De acuerdo con cifras ofrecidas por ONU Mujeres (2020), el 73% de las mujeres en el mundo han estado expuestas o han experimentado algún tipo de violencia en línea. Asimismo, se estima que el 90% de las víctimas de distribución digital no consensuada de imágenes íntimas son mujeres y que una de cada cinco usuarias de Internet vive en países donde es muy poco probable que la violencia en línea sea castigada (Ibídem).

Según Vergés (2017), también los varones representantes de la disidencia sexual resultan fuertemente agredidos en el marco de las violencias online, siendo tres veces más propensos a convertirse en diana de agresiones que los varones heterosexuales. Garaigordobil y Larrain (2020), por su parte, coinciden en que el riesgo de cibervictimización de aquellos hombres que se apartan de los designios de la sexualidad heteronormada –y, por tanto, son feminizados dentro del imaginario de la masculinidad hegemónica- es 3.32 puntos porcentuales más alto que el de sus pares que se ajustan a la norma.

En ese sentido, la gran cantidad de mujeres y “varones feminizados”, identificados como víctimas de violencia en internet, constituye una muestra de la opresión genérica en la que viven, y de su desprotección y vulnerabilidad en una lógica de dominio que se asienta en la clásica relación varón superior-mujer inferior, independientemente de qué individuo singular -sexualmente marcado- ocupe cada par (Cobo, 2007).

El carácter expresivo y las manifestaciones de la ciberviolencia de género

Si bien las tecnologías no son generadoras per se de violencia de género, la revisión bibliográfica realizada indica claramente que, en el espacio de la red, la construcción social del género y los estereotipos y roles tradicionalmente asociados a la feminidad y la masculinidad se reproducen, redefinen y amplifican, al tiempo que, debido a las TICs y las facilidades ya mencionadas que ofrece el espacio virtual, la violencia se reorganiza y encuentra renovadas manifestaciones.

En términos empíricos muy generales, sabemos que la ciberviolencia implica amenazas, humillaciones, aislamiento y acciones coercitivas en el plano virtual, que se manifiestan de múltiples formas y, muchas veces, combinadas, dado que en una misma situación de violencia pueden estar presentes diferentes formas de agresión, articuladas entre sí. El abanico de estas formas ha motivado a los investigadores a sistematizar y clasificarlas. Si miramos sus trabajos, podemos observar que las tipologías de violencia digital de género son cada día más amplias y complejas.

En 2015, por ejemplo, el Internet Governance Forum clasificó las violencias de género online en cinco grupos: violación de la privacidad, acoso y/o amenazas directas, vigilancia y monitoreo, daño a la reputación o a la credibilidad y ataques dirigidos a comunidades (Moure, 2019). Por su parte, en 2017, el Frente Nacional para la Sororidad, en México, estableció un violentómetro virtual que ubica, en sentido ascendente, a las principales formas de violencia de género digital, atendiendo al siguiente orden: exclusión virtual, insultos electrónicos, violación de datos personales, acecho o stalking, hostigamiento virtual, suplantación de identidad, difamación virtual, ciberacoso, sextorsión, difusión de contenido íntimo sin consentimiento del titular y trata virtual de personas (González, 2018).

Ese mismo año, nueve organizaciones sociales latinoamericanas4 se reunieron para presentar, ante la ONU, el “Reporte de la Situación de Latinoamérica sobre la violencia de género ejercida por medios electrónicos”. Tomando como referencia las denuncias tramitadas en sus sedes y un conteo de los casos registrados por medios de comunicación institucionales y alternativos en el período 2000-2016, mostraron un mapeo de las principales formas de agresión online. El reporte identifica, en el continente, once formas predominantes de agresiones online relacionadas con el género: ciberacoso, suplantación de identidades, ciberbullying, grooming, flaming, sexting, doxing, dissing, discursos de odio, network mobbing, gossip y revenge porn5 (Peña, 2017).

Atendiendo a esta variedad de clasificaciones, y considerando el carácter más o menos abarcador de las tipologías propuestas, para los propósitos de este trabajo consideraremos como principales formas de la violencia de género en espacios virtuales a las siguientes:

Todas estas formas de ciberviolencia de género comparten, como rasgo común, el carácter público y la dimensión colectiva de las acciones concretas en que se expresan. Como tales, infunden el temor y fomentan la ideología patriarcal de la hegemonía y la dominación masculina. El daño que infringen no solo afecta a las víctimas directas del maltrato; las TICs favorecen la violencia espectáculo: en los escenarios virtuales, la violencia instrumental adquiere fines expresivos y se convierte en un lenguaje que trasciende a la víctima, quien pasa a ser territorio simbólico de cara a la exhibición de la capacidad de un grupo –los varones representantes de la masculinidad hegemónica- para someter a otros -a las mujeres y otros varones feminizados-, lo que contribuye al afianzamiento de su poder (Segato, 2013).

Las plataformas sociodigitales permiten que la acción coercitiva machista inaugure nuevas formas colectivas de sometimiento en base al género (Femenías y Soza, 2009), cuya efectividad radica, justamente, en la concurrencia de múltiples actores a la vez, que participan visibilizando, repitiendo y difundiendo el mismo insulto, humillación o agresión, con el solo hecho de reaccionar, comentar o compartir una publicación dada.

Esta doble condición de acto colectivo y público supone una forma de acercamiento e interacción que involucra a muchos actores y audiencias: más allá de la relación entre la víctima (directa) y el perpetrador, existe un tercer grupo importantísimo, los espectadores, que constriñen o potencian la acción del victimario por medio de la retroalimentación.

Los espectadores y el contenido simbólico de la ciberviolencia de género

La ciberviolencia suele incorporar, en su ejecución, un enunciado horizontal, dirigido a otros interlocutores, que pueden o no estar directamente en la escena, pero que están presentes, de algún modo, en el paisaje mental del sujeto de la enunciación (Segato, 2013). El mensaje, en este caso, se orienta a alcanzar, mantener y reforzar una posición de privilegio en las relaciones intra e intergenéricas, y se convierte en un medio para establecer reglas, autoridad, consignas de poder y jerarquías en distintos niveles: sobre las mujeres, sobre otros hombres y sobre otras masculinidades (Ramírez, 2005).

De acuerdo con Pérez (2020), con frecuencia los agresores reciben una retroalimentación positiva a sus acciones, o recompensas del tipo prestigio social o estatus entre sus congéneres; los varones buscan el acceso y validación en sus grupos de pares a través de pruebas de heterosexualidad, pruebas que implican un ejercicio de apropiación y control sobre las mujeres. Ello explica que sean generalmente los hombres quienes más acosan a través de las TICs, quienes más comparten contenidos misóginos y quienes usualmente piden, reenvían, comentan, comparten y coleccionan fotos o videos de contenido sexual e íntimo; dichas prácticas les permiten performar su masculinidad y agenciarse prestigio y validación dentro de sus “fratrías” (Segato, 2013).

Por el carácter colectivo de este tipo de violencias, es mucho más difícil para los hombres resistirse o revertir las dinámicas que se configuran en torno a esta problemática, pues hacerlo implica la posibilidad de ser agredidos o excluidos (Pérez, 2020) en sus comunidades de pertenencia dentro y fuera de la web.

Para Chiodi, Fabbri y Sánchez (2019), la masculinidad se practica, demuestra, reconoce y consolida en los grupos de pares; los varones están bajo el persistente escrutinio de otros varones, se muestran y presentan como varones frente a otros varones. Así, dentro del proceso de legitimación homosocial -que en este caso tiene su correlato en el escenario digital- el miedo a quedar excluido motiva muchas de estas conductas.

En este proceso, es común que ciertos espacios públicos digitales se constituyan en un lazo homosocial del que las mujeres están excluidas como sujetos, e incluidas espectralmente como objetos-fetiche que circulan en una economía simbólica masculina (López y Torres, 2018). En esta rutina de intercambio y comunicación entre varones, la circulación digital y discusión en torno a las imágenes de las mujeres-objeto intensifica una forma de relación en red en la que el cuerpo femenino/feminizado es entendido como propiedad colectiva de otros, susceptible de ser inspeccionada y regulada en formas complejas (Pérez, 2020).

En ese sentido, consideramos que las plataformas virtuales favorecen el uso expresivo del cuerpo femenino por parte de los varones, que se convierte en un instrumento para un fin más preciado: el espectáculo libidinal de significados que los hombres actúan ante sí mismos (Segato, 2013). Desde esta mirada, formas de violencia como la difusión de contenidos íntimos sin consentimiento, la sextorsión y la venganza pornográfica, así como los ataques a la intimidad femenina de modo general, suelen responder a una lógica sexista que despoja a la mujer de su derecho a decidir sobre su propio cuerpo, convertido en cuerpo para otros (Lagarde, 2005), en bien de uso y de reafirmación, disponible para cualquier “X” con tal de que pertenezca al conjunto de los varones (Amorós, 1996).

Al respecto, Linares (2019) apunta que el consumo habitual de contenidos pornográficos, heterodirigidos a la satisfacción de los deseos masculinos de objetivización y erotización del cuerpo femenino y la educación en códigos de libertad sexual y en la necesidad adquirida de exposición de “grandeza”, favorece que los varones adopten posturas aprobatorias ante la violencia ejercida y presumida de otros varones, a la vez que merma su actitud crítica y sustenta y normaliza los actos de violencia de sus cogéneros.

Las posturas adoptadas por los varones se ven favorecidas por el fuerte componente simbólico de la violencia digital. Entendida como un tipo de violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, reconocimiento o sentimiento (Bourdieu, 1999), la violencia simbólica favorece la reproducción, en las prácticas de sociabilidad virtual, de una retórica misógina que reivindica contenidos contrarios a los derechos de las mujeres y a favor de la dominación masculina (Lagarde, 2005). A través de esta violencia, el orden social imperante se traspasa a los espacios virtuales: los estereotipos y roles de género que justifican la dominación masculina y la sumisión femenina se refuerzan en los contenidos (memes, videos, publicidad, textos, imágenes) que circulan a través de las redes, en los vínculos y comunidades que se crean y en las actividades que allí se realizan.

En internet es común encontrarse con un discurso machista que plantea a la violencia como parodia, de modo que la opresión y objetualización de la mujer “no deban tomarse en serio”7. Esta connotación de la agresiones como conductas lúdicas se expresa en un lenguaje que le resta la gravedad a la violencia, trivializa sus efectos y dificulta su reconocimiento; así, constituye un esfuerzo de producción social de indiferencias (Bourgois, 2010), que refuerza y perpetúa los esquemas mentales de la cultura heteronormativa y, en última instancia, disimula el poder estructural del patriarcado.

De tal modo, la violencia arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales, apoyándose en unas expectativas colectivas y en unas creencias socialmente inculcadas (Bourdieu, 1999) y se erige, entonces, como expresión de una estructura simbólica de relaciones basadas en la asimetría, donde las condiciones culturalmente aprendidas para el ejercicio masculino del poder normalizan el “derecho” del hombre de controlar y someter a otros (Segato, 2013).

Con estas aparentemente inocentes estrategias, la violencia digital contribuye a la aceptación de imaginarios, estructuras interpretativas y prácticas que legitiman la superioridad de los varones y restringe los cuestionamientos de los discursos de género hegemónicos, lo cual en consecuencia limita también la expresión y consolidación de concepciones y prácticas distintas del imaginario dominante.

Reflexiones finales

Las investigaciones revisadas señalan la ciberviolencia de género como un problema cuantitativa y cualitativamente relevante en la actualidad. Las cifras y los porcentajes de personas que la han padecido son altas y cada vez se documentan más modalidades de esta violencia. Sin embargo, los análisis detallados indican que estamos ante un nuevo/antiguo problema.

Es decir, si bien es cierto que las tecnologías las redes sociales facilitan y amplían las potencialidades para el ejercicio de la violencia de género, también es cierto que las tecnologías apenas constituyen una herramienta, no la causa en sí de este fenómeno. El origen de la ciberviolencia de género es el mismo que el de la violencia de género en el mundo offline: el sistema de dominio masculino que la usa y justifica para preservar sus privilegios y sostener su dominación. Así, la ciberviolencia de género se nos muestra inserta en un sistema de violencia estructural que impone órdenes sociales y crea grandes diferencias en la autorrealización humana entre grupos diferentes (Bourgois, 2010).

La virtualidad, ciertamente, agrava el problema, porque la creciente magnitud del uso del internet facilita y amplía el ejercicio de violencia de género, aprovechando las condiciones de inmediatez, anonimato e impunidad que operan en su contexto de sociabilidad; porque facilita que los actos de violencia en el espacio virtual sean colectivos y públicos; y por último, y no menos importante, porque contribuye a la ampliamente difundida, engañosa y sobre todo peligrosa percepción sobre la aparente inmaterialidad de la violencia en estos escenarios8.

La paradoja del asunto estriba en el hecho de que se pensaba que las interacciones en internet se basarían en un espíritu democrático y que las TICS podrían constituirse en un instrumento de igualdad entre mujeres y hombres, ya que parecía que en el ámbito de la sociabilidad virtual, las categorías como clase o género se difuminaban (Donoso, Rubio y Vilà, 2016). Sin embargo, al menos en el caso de género, la realidad enseña que esto no ha sido así, y que internet ni es neutral ni es democrático.

Esta falta de neutralidad se remonta al momento mismo de su creación: quienes generalmente producen las TICs son grupos hegemónicos –casi siempre hombres blancos, heterosexuales, de clase media o alta-, mientras que las mujeres y las comunidades minoritarias suelen quedar relegadas en los procesos de creación y producción tecnológica. Ello genera que la desigualdad entre estos grupos se manifieste no solo en las formas en que las personas acceden, usan y habitan las tecnologías; sino también en el modo en que estas operan y en la forma en que son puestas a disposición de la sociedad (TEDIC, 2019).

Dado que el mundo digital está atravesado por las estructuras políticas, económicas y culturales de la vida social, a través de las TICs se reproducen, a la vez que se resignifican, las estructuras sociales jerarquizadas y modelos de dominación basados en la desigualdad de género y la heteronormatividad que producen violencia fuera de la red.

La presencia y persistencia en internet de una amplia gama de repertorios de violencia contra mujeres, homosexuales, transexuales y también heterosexuales que se apartan de la imagen estereotipada de la masculinidad, son una prueba fehaciente de que en los espacios digitales se reproducen las estructuras sociales jerarquizadas y los modelos de dominación basados en la desigualdad de género y la heteronormatividad. En última instancia, la ciberviolencia de género es también una forma de expresión de la desigualdad en el uso y el aprovechamiento de las tecnologías (Donoso, Rubio y Vilà, 2016).

Referencias

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1 Red de computadoras creada por encargo del Departamento de Defensa de los Estados Unidos a fines de la década de 1960, para ser usada como medio de comunicación entre instituciones académicas y estatales.

2 Comprende aquellas plataformas de comunicación en línea que facilitan la creación, transformación y socialización de contenidos por parte de los internautas, con base en la interoperabilidad, el diseño centrado en el usuario y el principio de colaboración en la World Wide Web.

3 En ese sentido, se habla de tres brechas digitales de género, que implican el acceso desigual a las tecnologías por parte de hombres y mujeres, la desigualdad en las habilidades y capacidades para el empleo experto de las herramientas digitales que limitan la inserción de las mujeres en el mundo tecnológico, y las diferencias que permean los usos sociales de las TICs en función del género (Linares, 2019).

4 ADC Asociación por los Derechos Civiles, de Argentina; Coding Rights, de Brasil; Derechos Digitales América Latina; Hiperderecho, de Perú; Fundación Karisma, de Colombia; InternetLab, de Brasil; IPANDETEC, de Panamá; R3D: Red en Defensa de los Derechos Digitales, de México; TEDIC, de Paraguay.

5 Dado que los estudios pioneros sobre ciberviolencias se dieron, mayoritariamente, en países anglófonos como Estados Unidos, Inglaterra y Canadá, las actuales formas de nombrarlas surgieron en inglés y han sido apropiadas en otros idiomas como préstamos lingüísticos; lo que hace que en la literatura en español se usen más los anglicismos que su traducción al momento a referirse a las tipologías de la violencia digital.

6 Serie de prácticas que comprenden la producción (o consentimiento de la producción) y el envío de contenidos de carácter sexual, utilizando las TICs.

7 Es común que, ante las reacciones de enfrentamiento o denuncia a las ciberagresiones, muchos victimarios y testigos reforzadores se resistan a reconocer ciertas conductas como violencia, disfrazándolas de eventos humorísticos, aparentemente inocentes y menos dañinos. Frases como “solo era una broma”, “ya salió la tóxica”, “esta generación de cristal”, “son hipersensibles”, “ni se puede hacer un chiste”, “se ofenden por nada”, entre otras, son utilizadas como adarga para enfrentar las críticas sociales ante el humor sexista y la violencia de género.

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8 Hablamos de engañosa y peligrosa percepción porque las consecuencias psicológicas y físicas de la ciberviolencia de género en la vida cotidiana de las víctimas han sido ampliamente documentadas en la literatura especializada, noticieros, prensa, hasta películas. Como mencionábamos, entre las más comunes figuran la ansiedad, depresión, sentimiento de indefensión o la sensación de no ser dueño/a de su vida. Una de las consecuencias extremas es el suicidio.